Hace casi 28 años que entraba en el aula 417 de Ciencias de la Información cargado de ilusión, de inseguridades, de ganas por saber qué personas conocería en esa Facultad, nada menos que en la Complutense. Atrás dejaba un pueblo minero en la comarca leonesa de Laciana, en el norte de León. Todavía recuerdo a un afable profesor, enjuto, con un micrófono en la mano y que se presentó como Bernardino, nombre que para mí era familiar, ya que tenía un tío con esa designación y que le situaba como paisano. Efectivamente iba a ser mi profesor de Redacción Periodística durante ese año que en nuestro país estaba plagado de fastos: la Expo de Sevilla, la celebración de los Juegos Olímpicos de Barcelona… Un profesor que sin que lo supiera ni lo pretendiera, ya que se negaba en redondo a hablar de sí mismo, empapado en modestia, se convirtió en Maestro de muchas generaciones de periodistas. Lo sé porque hicimos un grupo para celebrar juntos los 25 años de habernos licenciado y los móviles empezaron a «echar humo» cuando nos enteramos que Hernando nos había dejado, de una manera callada, discreta. «Bernardino es y será siempre inmortal, como todas las personas admiradas… Y lo será mientras en el trastero de mi casa existan carpetas con recortes de noticias de prensa organizadas por temas, como nos enseñó a hacer. Probablemente el único profesor-periodista que nos dio clases aquellos años», reflexionaba Raúl, un inteligente compañero de generación.
Nacido en la localidad leonesa de Mansilla de las Mulas, localidad a la que donó su impresionante biblioteca, fue cura (algo que supe muchos años después, hablando con gente que le había conocido dando clases de literatura en el seminario de León), consejero y columnista en la revista Tribuna, histórico archivero de la Asociación de la Prensa de Madrid (APM), además de profesor universitario durante 24 años. Bernardino M. Hernando es una de esas inmensas figuras de nuestra cultura, oculta, en parte por su supina modestia. Fue titulado en Periodismo por la Escuela Oficial de Madrid, doctor en Ciencias de la Información por la UCM, licenciado en Filosofía en el Seminario Conciliar de León y diplomado en Lengua y Literatura francesa en la Universidad Católica de París. Trabajó primero en León, colaborando con el Diario de León y Radio Popular. Fundó la revista de poesía Claraboya en los 60. Ya en Madrid, llegó a dirigir Vida Nueva y ser redactor jefe del Informaciones, además de participar en numerosas publicaciones como Sociedad/Familia, Hechos y Dichos, Blanco y Negro, Razón y fe, Sal Terrae y nuestra Alandar. Entre los galardones más destacados obtuvo el Luca de Tena de Periodismo en 1991 y el Internacional de Poesía Antonio Oliver, en el 2000. En 2008 formó parte del Premio Nacional de las Letras Españolas, que se concedió a Juan Goytisolo.
Pero para los miles de personas a las que nos marcó tanto, vive en nosotros por esa cercanía y bonhomía que le caracterizaba en las clases y fuera de ellas. Esas memorables clases en las inculcaba curiosidad infinita por saber, en las que las tareas prácticas pasaban hacer una lista con los usos del periódico en nuestras casas, una vez que lo habíamos leído: meterlo en las botas de montaña para la humedad, para envolver los bocadillos, para limpiar los cristales… Esa pasión por usar el rico castellano de manera certera, todavía recuerdo su clase sobre la palabra «inadvertido». O las correcciones que nos entregaba en rojo tachando lo que el denominaba «infinitivos volantes» o perífrasis que se esforzaba en que sustituyéramos por paráfrasis, escribir con palabras sencillas, huir de los adverbios acabamos en -mente, y abogar por contar las cosas con ideas propias. Y por si fuera poco dejar esa memorable huella en tanto alumnado, haciendo esta excelsa esta labor docente, cada sábado de aquel curso del 92 en grupos de 11 personas (obviamente de manera voluntaria), a eso de las seis de la tarde nos acercábamos a su piso de la calle Federico Rubio y Galí, de Madrid, a compartir una tortilla hecha por él mismo, tomar un vino o unos refrescos y poder hablar unas horas. Otro compañero periodista, Carlos Fidalgo, escribía en un artículo conmemorativo que ese día la conversación giró entorno a la necesidad de tener héroes, y que emergió en nuestro debate la figura de Kennedy. Por cierto que la casa tenía las paredes de todas y cada una de las estancias (incluido el baño), tapizadas por miles de libros. Salvo un cuarto interior, sin luz, que atesoraba el archivo al que le dedicaba un tiempo todas las mañanas.
La cultura le debe mucho al autor de obras como El grano de mostaza: 366 reflexiones cristianas, La corona de Laurel: periodistas en la Real Academia de la Lengua o Lenguaje de la prensa. Y el legado material es proporcional al de la magnitud del inmaterial. Hoy soy profesor de Periodismo en la de UCM y aplico el método que Bernardino aplicaba en lecciones: conseguir que la gente tenga un pensamiento crítico y pueda inquirir sobre cualquier aspecto de vida y de la profesión. Proclamaba amor y respeto por el Periodismo y procuraba que nos contagiáramos.
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