Los españoles hablamos demasiado y con desparpajo de escuela y de educación, sin más preparación que el sentido común ¡tan socorrido!, pero muy raro y dispar. Llamamos educación a cualquier cosa y muy distintas entre sí. También lo hacemos con otros conceptos serios, como la economía: ¿Una ciencia para aumentar la riqueza, o para compartirla mejor? ¡Pues va un abismo! Y educarnos ¿es modelar el desarrollo ajeno, o cuidar nuestro crecimiento interpersonal en medio de la vida? ¿Sucede en las escuelas, o a pesar de ellas?
Aclaremos ideas y veamos por qué les importa tan poco a los políticos que la chavalería madure bien y sin fracaso escolar alguno. Ni por esas logran un pacto educativo. Y a la Iglesia, ¿le importa o solo le preocupan sus colegios? Un reciente Sínodo universal sobre la juventud apenas mencionó la escuela y el papa Francisco tuvo que avisar que necesita una urgente autocrítica.
De ahí arrancó este libro sincero y padecido durante largos años por un autor a contracorriente, como sus dos maestros Paulo Freire y Lorenzo Milani, por cierto, dos buenos cristianos. ¿O acaso el Evangelio no tiene que ver con esto? Si la luz laica y secular de los pedagogos nos alumbra a todos, vengan todas las luces para comprender mejor al ser humano (antropología) y ayudarnos a madurar (educación). Si no alumbra más el Evangelio es por lo catetos (con perdón) que somos unos y otros: cristianos que se creen sus amos y pedagogos que jamás lo citan (si lo han leído).

Acuerdos sobre la escuela
Estas páginas piden dos acuerdos mínimos sobre la escuela. El primero, que es obligatoria hasta los 16 años –en centros públicos o privados, importa menos– en busca de la igualdad básica de todos los ciudadanos y para limar las diferencias y obstáculos que la impiden. Es una cuestión de justicia y democracia que el Estado aborda mediante la enseñanza de conocimientos, destrezas y valores básicos, y mediante la larga convivencia de los escolares en las mismas aulas sin discriminación alguna.
¿Estamos de acuerdo? ¿Sí o no? Porque entonces la escuela es compensatoria, no competitiva, y se concentra en la instrucción, ya que educar es algo más complejo, prolongado, vital y extraescolar. Hoy sabemos que ni la escuela ni los papás ni el Estado ni nadie educa a nadie, sino juntos, en la vida misma (Freire). Así que la escuela no existe para inculcar ideologías en los niños –de acuerdo o no con sus padres– ni para que compitan por los mejores puestos en la sociedad. Existe para la igualdad general y básica. El conocimiento es un arma y enseñar más a los ricos y privilegiados consolida la lucha de clases.
El segundo acuerdo es corregir la división entre educación laica y religiosa, porque la educación –humana, secular, de todos– coincide con la vida y fluye a lo largo de toda ella; vivimos y maduramos al afrontar los desafíos individuales y colectivos provenientes de tres áreas: la Tierra, casa común; los demás, familia, prójimos, migrantes, extranjeros; y el misterio que nos envuelve y sobrepasa (llámese destino, Dios o como se llame). Así es como nos educamos, y así también como creemos los creyentes: en un mismo proceso vital y común a lo educativo y a la fe cristiana, que es un modo de vivir, no de pensar. Idénticos desafíos tejen nuestras relaciones más hondas y simbólicas, y una de ellas es la fe. Por eso desafíos, símbolos y relaciones son la clave.
Y no existe una pedagogía aparte, sagrada, revelada o cristiana en cuanto tal. Nos lo enseñó el concilio Vaticano II al asumir la autonomía de la realidad mundana. Lo entenderán enseguida los lectores laicos, es decir, los que toman la pedagogía como un saber profano y secular (aun siendo creyentes) y, también otros cristianos, si lo piensan. ¿O quieren ser “los últimos de Filipinas” y todavía llamar católicas a sus escuelas y a su educación (cuando ya no lo hacen con la sanidad ni con las ciencias ni con las artes)? Sería verdad si se refieren a los agentes o destinatarios: una “escuela de católicos” (genitivo subjetivo, no objetivo). Pero no hay mundos aparte ni las escuelas, en vez de unir a la gente, la separaran.
Una teología de la educación
Dicho esto, el Evangelio también ilumina nuestro madurar humano (educación) y hay dos capítulos dirigidos a los laicos que lo explican con sencillez. La Teología de la Educación, poco conocida, estudia la relación entre crecimiento personal y Evangelio: como Jesús, privilegia especialmente “lo que habéis hecho a los más pobres y humildes” y su culmen antropológico está en el amor en cuarto grado –no ya el pasional, ni mutuo eros, ni sublime amistad–, sino pura entrega gratuita y hasta no correspondida. ¿Y la pedagogía quiere ignorar esto? Porque acudir a la fe cristiana para defender “el derecho de los padres” sobre la educación de sus hijos es jurisprudencia, no teología.
La paradoja de este libro es diferenciar del objetivo específico de la escuela –la instrucción común e igualitaria– la educación o desarrollo relacional de la persona; pero no disimula que ambas convergen cuando la escuela es capaz de enseñar los grandes desafíos de la vida sin taparlos. Es decir, cuando ejercita el espíritu crítico sobre lo que aprendemos y sobre lo mucho que ignoramos, cuando cuida la inteligencia simbólica, más honda aún que la emocional, y provoca relaciones con todo ello.
Así que el Evangelio, más que en la clase de religión o en la llamada “pastoral escolar”, se ve desde la atalaya de cada asignatura que otea el horizonte de lo humano. Por eso, la escuela de los católicos ha perdido más sin esas atalayas que sin los pobres que la motivaron. Y la escuela pública no está para florituras, si sus profesores, por ejemplo, anteponen su derecho al traslado y jamás estabilizan sus equipos atiborrados de interinos.
Por fin, todas las piezas del libro confluyen en un capítulo autobiográfico sobre la Casa-escuela Santiago Uno de Salamanca “en el drama de la escuela católica”.