
Ilustración de Pepe Montalvá
Dos situaciones son el punto de partida de este relato que escucharemos en Cuaresma (Lc 13, 1-9): la ejecución por parte de Pilato de unos galileos cuya sangre mezcló con la de sus sacrificios y la de aquellas dieciocho personas que murieron aplastadas al caerles encima la torre de Siloé. A través de ellas, Jesús pone en evidencia la lógica por la que se rigen sus interlocutores.
En ambos casos Jesús llega a la misma conclusión: aquellos que perecieron no eran mejores que los que quedaron con vida. De esta manera, refuta un modo de pensar según el cual quien sufría alguna desgracia era culpable de algún gran pecado. “Algo habrán hecho”, debieron pensar quienes supieron de la fatalidad de aquellos pobres desgraciados.
Es la lógica de la retribución que ya aparece en el libro de Job cuando Elifaz le dice a Temán: “¿Recuerdas algún inocente que haya perecido? ¿Dónde se ha visto un justo exterminado? Yo solo he visto a los que aran maldad y siembran miseria, cosecharlas. Sopla Dios y perecen, su aliento enfurecido los consume” (Job 4, 7-9). Lo delirante de esta lógica llegará cuando, ante un hombre ciego de nacimiento, los de la Ley y el Templo se queden desconcertados porque las cuentas no les cuadran: “Rabí, ¿quién pecó para que naciera ciego? ¿Él o sus padres?” (Jn 9, 2).
Para desenmascarar esta lógica, Jesús acude al recurso de contar una historia donde se parte de una situación concreta con la que se identifica fácilmente el oyente. Una viña y su dueño que a lo largo de tres años ha ido a buscar frutos y no los ha encontrado. Su reacción es lógica: hay que cortarla. Quienes oyeron a Jesús contar algo así aprobarían lo razonable de esta forma de pensar y esperarían a que el viñador hiciera lo que su señor le había ordenado. Sin embargo, se produce un quiebro, una ruptura en la secuencia que cambia el curso de un final previsible.
Por medio de las parábolas Jesús pone en evidencia, una y otra vez, un razonamiento que se ha asumido como “lo normal y lo natural”. Es lo que sucedió cuando les dijo que un sembrador salió a sembrar y que una parte de la simiente cayó junto al camino, otra en terreno pedregoso y entre cardos pero también en tierra buena (Lc 8, 4ss). No podían dar crédito a lo que estaban escuchando, era imposible, aquello no cuadraba con lo que sabían sobre el modo de actuar de un sembrador.
¿Qué sembrador echa la simiente sin que le preocupe dónde pueda caer? ¿Qué sembrador echa la semilla al azar, arriesgando la posibilidad de la cosecha? ¿Qué sembrador no mira con cuidado que toda la simiente caiga en tierra buena? Es imposible que un sembrador actúe de ese modo. Jesús volvía a romper las ataduras de tantas lógicas que someten cuando nos habló de un sembrador que actuaba de un modo tan desmedido y desproporcionado que parecía despreocupado de lo que se esperaba de él. Y nos recordará que es el Dios de la vida quien procede exactamente igual cuando “hace salir su sol sobre malos y buenos y hace llover sobre justos e injustos” (Mt 5, 45).
@ignaciosj