Con la fiesta del Bautismo del Señor terminamos el tiempo de Navidad. Es el domingo en que escucharemos las palabras de Pedro en casa de Cornelio, en las que hace memoria de lo sucedido “por toda la Judea, empezando por Galilea, a partir del bautismo que predicaba Juan” (Hch 10, 37). Fue entonces cuando Pedro habló de Jesús, que “pasó haciendo el bien, curando a los oprimidos, porque Dios estaba con él” (Hch 10, 28).
Esas palabras de Pedro forman parte de la primera predicación de la Iglesia, que pone en valor aquello que quedó profundamente grabado en la memoria de la comunidad cristiana: el alivio que Jesús ofrecía era signo inequívoco de la presencia de Dios en medio de su pueblo.

Ilustración por Pepe Montalvá
Francisco dedica una buena parte de su exhortación a la predicación (EG 135-159) y la plantea como la conversación que tiene una madre con su hijo. Se trata, como el mismo Francisco propone, de “palabras que hacen arder los corazones” (EG 142) para lo que será necesario que “quien quiera predicar, primero debe estar dispuesto a dejarse conmover por la Palabra y a hacerla carne en su existencia concreta” (EG 150). ¿No es tiempo de recuperar la capacidad de conmoverse y emocionarse ante la Palabra que es Jesús? ¿Cómo despertar el deseo en quien escucha si lo que capta no es una persona que vibra apasionadamente?
Así lo expresa Pedro Casaldáliga en unos de sus poemas:
“Ya sé que hace mucho que lo sabéis, que os lo dicen, que lo sabéis fríamente, porque os lo han dicho con palabras frías. Yo quiero que lo sepáis de golpe, hoy, quizás por primera vez, absortos, desconcertados, libres de todo mito, libres de tantas mezquinas libertades. Quiero que os lo diga el Espíritu, ¡como un hachazo en tronco vivo! Quiero que lo sintáis como una oleada de sangre en el corazón de la rutina, en medio de esta carrera de ruedas entrechocadas”.
¿No es tiempo de recuperar esta pasión apasionada, vibrante, que contagie emoción y despierte deseos en quien quiera escuchar lo de Jesús?
Esta preocupación sobre la predicación es la que ocupa a Henry Nouwen en su libro Un ministerio creativo, en el que llega a afirmar que “hoy la gente, lo mismo que la de hace un siglo, tiene un deseo enorme de conocer la visión salvadora sobre su propia condición y la condición de su mundo, pueden ser libres para seguir a Cristo. Es decir, vivir sus vidas tan auténticamente como la vivió él. La finalidad de la predicación no es más que la de ayudar al hombre a llegar a esta visión fundamental”.
La reflexión que realiza a partir de ese momento se centra en una cuestión que considera fundamental en quienes ejercen este ministerio de anunciar lo de Jesús: “¿Tienen una visión que poder ofrecer para ayudar a los otros a que vean? ¿Están ellos más cerca que ningún otro de la fuente de su existencia y conocen, sienten y ven más profundamente la condición de la que el hombre está prisionero pero de la que quiere liberarse?”.
Nouwen habla de “visión”; Francisco, de “síntesis” (EG 143). Sea como sea, se nos está situando ante el desafío de una experiencia vital que nadie puede sustituir o reemplazar por nada y sin la cual nuestra palabra sobre Jesús será como “metal que resuena o platillos que aturden” (1 Cor 13, 1).
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