El texto que sigue reproduce el capítulo 4 del Cuaderno 215 de Cristianismo y Justicia titulado “Dios en tiempos líquidos”, publicado en 2019. Como puede verse complementa a la perfección el artículo de Lala Franco que Alandar publicó recientemente. Es sin duda un texto largo pero muy profundo y sugerente.
¿Qué es la espiritualidad?
«Nuestra espiritualidad es a menudo poco más que un recurso terapéutico… La relación con Dios es una forma de hacernos sentir mejor, pero no esperamos ser desafiados» (R. Wuthnow, God and Mammon in America).
«Dios es Amor» (1Jn 4,20)
“Todo ser humano —dice Jon Sobrino— tiene una «vida espiritual», pues, lo quiera o no, lo sepa o no, está abocado a confrontarse con la realidad y está dotado de la capacidad de reaccionar ante ella con ultimidad. «Vida espiritual» puede ser, por tanto, una tautología: pues todo ser humano vive su vida con espíritu. Otra cosa es, por supuesto, cuál sea ese espíritu con el que vive. Pero indudablemente vive con espíritu. Precisando más: espiritualidad es más bien el espíritu con que se afronta lo real y la historia en que vivimos, con toda su complejidad. Se podrá discutir entonces qué espíritu es adecuado y cuál no. Pero cualquiera de ellos está remitido a lo real para confrontarse con ello y para decidir qué hacer de ello.
Espiritualidad es el espíritu con que se afronta lo real y la historia en que se vive
Los horizontes últimos marcan, pues, los signos de identidad de las distintas espiritualidades. Importa mucho clarificar esto para no perdernos en discusiones estériles sobre el valor de unas prácticas que, aunque se presentan como espirituales, no son sino ejercicios «intrascendentes» en el sentido literal y no peyorativo del término. Aunque una mirada externa observe prácticas análogas, no toda praxis meditativa es una praxis espiritual; para que pueda considerarse como tal, ha de proyectarse hacia un horizonte trascendente no autorreferencial, requisito que de entrada invalida las prácticas terapéutico-higiénicas, cuyo fin último es la búsqueda del bienestar personal. Y, además, ha de estar referida a la realidad, lo que la aleja de las propuestas analgésico-evasivas que huyen del mundo.
La tentación de una espiritualidad ajena a la historia
Las «nuevas» corrientes de espiritualidad —si bien son menos nuevas de lo que se cree— parecen recoger mucho de las religiones de Oriente: la riqueza del hombre del hinduismo, la mentira del hombre del budismo y el camino entre ambas típico del taoísmo. De ningún modo queremos rechazar nada de esas riquezas espirituales, pues las necesitamos. Pero como cristianos creemos que han hallado su plenitud en la revelación de Dios como Amor, acaecida en Jesús de Nazaret.
J. B. Metz consideró como una tentación para el catolicismo esta propuesta religiosa, que busca un Dios ajeno a la historia, a la carne y a los pobres. También el papa Francisco se ha referido reiteradas veces a la proliferación de un cierto neognosticismo que, como afirma la Congregación para la Doctrina de la Fe, presenta una salvación meramente interior, encerrada en el subjetivismo, que consiste en elevarse con el intelecto hasta los misterios de la divinidad desconocida. «Se pretende, de esta forma, liberar a la persona del cuerpo y del cosmos material, en los cuales ya no se descubren las huellas de la mano providente de Creador, sino solo una realidad sin sentido, ajena de la identidad última de la persona, y manipulable de acuerdo con los intereses del hombre» (Placuit Deo nº 3)
Antes hemos hablado de la interioridad y la trascendencia como constitutivas de toda persona. Cuando el ser humano todavía no conoce el progreso, lo normal es que todas esas espiritualidades descuiden la historia y atiendan sobre todo a la interioridad. La aportación judeocristiana, al hablar de un Dios que se revela «en la historia», pone de relieve que toda esa riqueza de nuestro interior existe para ser derramada amorosamente hacia fuera, en esa progresiva liberación de toda esclavitud que Jesús calificaba como «reinado de Dios». Si la construcción de la historia no brota de esa riqueza interior derramada amorosamente, está destinada al fracaso como enseña la experiencia. Pero, también, si el cultivo de nuestra intimidad y de nuestra profundidad no lleva a esa salida amorosa, entonces, parodiando una frase de Marx, podemos decir sobre esas espiritualidades: «el hombre hace esa espiritualidad; esa espiritualidad no hace al hombre».
Jesús no busca reducir el estrés
Jesús fue un hombre espiritual, su vida se orientó y se configuró desde el horizonte del Reino de Dios. El convencimiento íntimo y último de la intervención soberana de Dios sobre la historia marcó sus modos de actuar, de hablar, de relacionarse y de orar.

Los evangelios muestran a Jesús en actitudes y prácticas que asociamos espontáneamente con el universo de lo espiritual: se retira a lugares solitarios para reflexionar y orar, reza a Dios con el que se relaciona como Abba, participa de los ritos judíos, reconoce y agradece la presencia de Dios en el trasfondo de la realidad… Pero, reconstruyendo su biografía espiritual, caeríamos en una caricatura obscenamente reductora si asimiláramos sus prácticas espirituales con la búsqueda de la atención plena que propone el mindfulness (por poner un ejemplo actual).
La oración de Jesús no es una técnica de meditación sino que coloca en el horizonte del Reino
Con sus prácticas espirituales, Jesús no busca reducir el estrés, conservar su materia gris, ni conectarse con su yo interior. La pasión vital que configuró su existencia fue el anunció del advenimiento y la instauración plena del Reino de Dios. Cuando sus discípulos piden que les enseñe a orar, no reciben una enseñanza de yoga sobre posturas corporales, técnicas de respiración, ni modos de vaciar la mente, sino las recomendaciones de una mistagogía que busca situarlos en la misma senda de su espíritu: el horizonte del Reino («venga a nosotros Tu Reino»), la voluntad de Dios sobre sus vidas y sobre la historia («hágase Tu voluntad»), la atención a las necesidades físicas cotidianas («nuestro pan de cada día»), la necesidad del perdón como actitud vital y relacional («perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos deben algo»), y la conciencia lúcida de las dinámicas de muerte que anidan en el corazón de todo ser humano («no nos dejes caer en la tentación»).
Un horizonte habitado por un Dios solidario con las víctimas
La espiritualidad de Jesús nunca es una práctica elusiva, pues siempre parte de la realidad vital e histórica de la persona concreta. El hambre, la enfermedad, la muerte, el desconsuelo, la culpa, la opresión, la injusticia, así como la alegría, la fiesta o la acción de gracias, no son accidentes que el orante deja en la puerta junto a sus zapatos para sumergirse en una experiencia transpersonal de fusión con un misterio innombrable. En el horizonte trascendente de la espiritualidad cristiana, habita un Padre que se abraza enloquecido de alegría a un hijo pródigo mil veces esperado, un Pastor que busca a la oveja perdida, un Rey que promete un mundo bienaventurado a los que ahora lloran, pasan hambre y luchan por la justicia, un Juez que visita presos, viste desnudos y da de comer a los hambrientos.
Hay muchas espiritualidades, muchas maneras de relacionarse con la ultimidad de lo real. Hay horizontes trascendentes que persiguen la Belleza, la Bondad, la Justicia, la Paz… Los cristianos confluimos con todos ellos desde un horizonte habitado por un Dios conmovido por el sufrimiento de las víctimas. Todos podemos — y debemos — participar en encuentros ecuménicos que celebran la belleza del mundo, reclaman el cuidado y la preservación del regalo de la Creación, fomentan relaciones de no dominación, reconocen identidades históricamente negadas, invitan a llevar una vida austera, valoran la importancia de alimentar nuestro mundo interior, etc. Todos estos horizontes espirituales contribuyen a construir un mundo mejor en el que los creyentes reconocemos sin dudar signos del Reino de Dios.
La espiritualidad cristiana configura nuestro corazón a imagen dele Dios, conmovido por el sufrimiento de las víctimas
Pero, inevitable y proféticamente, en esa inmersión en un océano espiritual compartido, el cristiano alzará la voz para recordar que — como expresó Josep Cobo — el fondo de ese océano aparentemente en calma está hoy lleno de cadáveres de migrantes que reclaman redención y justicia. La espiritualidad cristiana — esto es, la espiritualidad que se deja mover por el Espíritu de Jesús — es tremendamente lúcida y, lejos de alejarse de la realidad, se sumerge en ella para llamar a las cosas por su verdadero nombre.
Ética y mística se requieren mutuamente
Todas las propuestas espirituales (proféticas, místicas y sapienciales) dignas de tal nombre reconocen la importancia de la misericordia. Las personas espirituales de cualquier tradición desarrollan una sensibilidad especial ante el sufrimiento de los demás. Si la espiritualidad auténtica nos confronta con la realidad, también nos sitúa inevitablemente cara a cara ante la presencia insoslayable del mal individual y social. La compasión forma parte de los mínimos éticos18 que comparten todas las espiritualidades creyentes o no.

Si toda espiritualidad nos hace más compasivos, en la singularidad de la visión cristiana la atención al sufrimiento de los demás forma parte esencial del núcleo de la propia experiencia espiritual. Hay espiritualidades que toman conciencia de las situaciones de injusticia y, en un momento ético posterior, resuelven comprometerse en erradicarlas o consolarlas. La espiritualidad cristiana se confronta con el sufrimiento en el horizonte mismo de su ultimidad. El cristiano no encuentra desconsuelo solo en el mundo ni paz solo en la oración. Su oración, su relación con un Dios trascendente, es simultáneamente un encuentro con el sufrimiento del mundo. Esto es lo que significa el texto del juicio final de Mateo 25: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te alimentamos, o sediento y te dimos de beber? ¿Y cuándo te vimos extranjero y te acogimos o desnudo y te vestimos? ¿Y cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?» A lo que el Rey responderá: «Os digo de verdad: Todo lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, me lo hicisteis a Mí» (Mt 25,37-40).
En la espiritualidad cristiana, ética y mística se funden. La espiritualidad cristiana lleva hasta sus últimas consecuencias aquello que el profeta Jeremías expresó con rotundidad: que el conocimiento de Dios –fin de toda espiritualidad creyente– viene mediado por la práctica de la justicia (Jer 22,16).
La espiritualidad cristiana: lejos de ser un opiáceo
En ningún caso la salvación cristiana puede entenderse como un asunto privado que solo compete al individuo religioso. Con semejante bagaje, se hace sumamente problemático —si no imposible— el encuentro del ser humano con el Amor que desciende y planta su tienda entre los pobres del mundo para salvar a la humanidad y recapitular el cosmos.
En la espiritualidad cristiana, el encuentro con Dios es un encuentro con «el mundo de Dios», con su proyecto salvífico para la humanidad sufriente. En la mirada interior propia de la espiritualidad, los cristianos no solo nos encontramos con el «rostro del Otro», sino también, e inseparablemente, con los rostros sufrientes de los otros y las otras; vidas que nos interpelan y nos responsabilizan. No hay experiencia espiritual verdadera que haga abstracción del sufrimiento, o dicho en cristiano: no hay experiencia espiritual cristiana que no integre la cruz como momento constitutivo de la misma.19 Pero la cruz no es, por así decir, «lo central» del cristianismo —eso sería la resurrección—, sino más bien un correctivo constante a todas nuestras falsificaciones del Trascendente.
El encuentro con Dios supone el encuentro con el mundo de Dios
Repetimos una vez más nuestra acogida plena a todas las propuestas «espirituales» que persiguen la pacificación interior como objetivo de la praxis meditativa, junto con el silencio introspectivo, el vaciamiento y la búsqueda de la paz. Son una prueba palmaria de que la civilización (y la pseudorreligiosidad) del dios Dinero (con sus secuaces, el consumo y la ostentación) no puede hacernos felices por más que se nos obligue a declarar que lo somos. Detenerse y acallar nuestro mundo interior tiene beneficios terapéuticos nada desdeñables.
Pese a todo, las biografías de maestros y maestras espirituales de todas las tradiciones religiosas hacen referencia a un mundo interior agitado por «espíritus en lucha». En sus Ejercicios, Ignacio de Loyola desconfía de la calidad de la práctica espiritual de aquellos ejercitantes que permanecen impasibles. Y es que, adentrarse en el mundo espiritual es confrontarse con los «demonios» personales e históricos que se confabulan para impedir la construcción de horizontes de fraternidad. Confrontarse con lo más profundo de la realidad es reconocer la dinámica «duélica» que batalla en su interior: la lucha entre reino y antirreino. Esa fue la experiencia espiritual de Jesús que los evangelistas sintetizan en el relato de las tentaciones del desierto, que parece recoger otros momentos de la vida de Jesús (usar a Dios en beneficio propio o en beneficio de su propia misión, ser proclamado rey o disponer de legiones de ángeles en defensa propia…).
Hoy, en un mundo en cambio que para muchos se muestra amenazante y opaco, florecen pseudoespiritualidades no conflictivas que ofertan paz y unificación personal. Una mirada crítica interrogará sobre el horizonte último de esa tranquilidad: ¿se trata de la ayuda saciante del maná que se ofrece al que marcha por el desierto, o de la tranquilidad irresponsable de una ignorancia infantil? En la praxis espiritual cristiana, hay que decidir con qué espíritus construir el Reino: con los del poder o con los del servicio. Hay muchas espiritualidades y algunas confluyen en el horizonte del Reino. Estas nos hacen más excéntricos, compasivos, lucidos y justos. Si además reducen nuestro estrés y conservan nuestra materia gris, mucho mejor. Pero, si se trata solo de esto último, basta con pedalear sobre una bicicleta estática o consumir ciertos opiáceos. Por eso, recogiendo un texto ya viejo, «esta contraposición entre el disfrute de Dios y la voluntad de Dios es uno de los datos más fundamentales para cualquier reflexión sobre el sentido, el valor y los límites de la experiencia mística».
- Francisco, el primer milagro de Bergoglio - 10 de marzo de 2023
- Naufragio evitable en Calabria; decenas de muertes derivadas de la política migratoria de la UE - 27 de febrero de 2023
- Control y represión, único lenguaje del gobierno de Nicaragua - 21 de febrero de 2023