No pretendía repetir título en esta columna, pero varias circunstancias han pasado en los últimos días que me hacen continuar, aun con un enfoque distinto, con el tema del mes pasado. Y no. Una de esas circunstancias no es que se haya reincorporado Cristina, la directora de esta revista, para tratar de colar lo que escribí durante su baja maternal (¡felicidades en público!). Esta vez, bajo este título, quiero hablar un poco de los bancos y de lo que te dejan (o no) hacer con tu dinero.
La primera de las inspiraciones me vino por lo que le ha pasado a Boni Ofogo, viejo conocido de alandar. Viene de Camerún, pero llego a España hace mucho, mucho (1988). El otro día fue a su banco a abrir una nueva cuenta: a su banco donde ya tiene hipoteca. Resulta que Boni es negro (detalle importante) y le pidieron de todo para demostrar que no es un malhechor. Solo porque el banco Santander tiene una lista de «países sensibles para el blanqueo de capital”. Parece que al banco Santander se le ha olvidado que los mayores blanqueadores de capitales de España son españoles. Boni denunció en las redes sociales -esas que llegan a mucha gente- y el Santander se asustó. Y la respuesta fue aun peor, pues trataron de comprar su silencio ofreciéndole mejorar las condiciones de su hipoteca. La segunda vino de una compañera de trabajo, experta en redes de trata de mujeres, demandantes de asilo, niños refugiados y, en fin, todas esas situaciones tan de moda, lamentablemente. Me comentó que a una persona refugiada, por esa misma ley que le aplicaron a Boni, la de blanqueo de capitales, no le es nada, nada fácil, por no decir imposible, abrir una cuenta corriente. Y que sin acceso a ella le era muy difícil arraigarse, rehacer su vida, normalizar su situación. No. No hablaba de esos mal llamados refugiados que están en Lesbos o en Turquía y malviven en campos y que todavía tienen mucho camino, si les dejamos, para poder pensar en abrir una cuenta en un banco. Hablaba de personas que salieron huyendo de sus países por causas políticas, perseguidos por sus ideas o su condición sexual. Que llegaron a España. Que se les concedió el asilo y el estatus de refugiado. Que pueden pasear por la calle y tomarse una cerveza. Que en su país eran médicos, abogadas, trabajadores sociales. Que tenían trabajo y cobraban por ello. Que aquí no pueden. Que aquí ni siquiera pueden ir a un cajero y sacar 20€. No porque no los tengan, sino porque no pueden tenerlos guardados en el banco.
Y es que uno no se da cuenta de cómo el tener acceso a los servicios bancarios es algo fundamental hoy en día: muchas empresas no te pagan la nómina sino es a través de una transferencia bancaria; numerosos servicios básicos piden tus 20 dígitos del IBAN para poder domiciliarte sus recibos; no puedes tener tarjeta si no hay una cuenta que la respalde… En definitiva, que no se pueden realizar ciertas actividades cotidianas, sencillas, fáciles y que se convierten en farragosas y complicadas cuando quien quiere ejercerlas es sospechoso solo por el color de su piel, la nacionalidad que pone en su pasaporte o su procedencia. Una vez más uno se da cuenta de que ejercer los derechos económicos y sociales no es tan fácil como uno pensaba. Porque yo tengo cuenta, e hipoteca. Y trabajo. Y lo único que me ha pasado es que hace unos meses mi banco pidió a mi empresa que firmara un papelito diciendo que el origen de mis ingresos era limpio. Y en aquel momento, en aquel trámite tan sencillo, yo ya me sentí sospechoso, observado, juzgado por el banco. Así que me imagino cómo se sienten aquellas personas que tienen alguna dificultad añadida.
Un buen tema de reflexión y trabajo para la Banca ética.