Tengo una amiga que siempre me habla de sincronicidad. Esos acontecimientos, dice, que parecen fortuitos y que sin embargo van tejiendo el hilo de tu historia y hacen de alguna manera que suceda lo que tiene que suceder para tu enriquecimiento, y cuyo resultado es experiencia.
Quedamos a tomar café. Cuando entré en el local donde me esperaba la vi sentada con una mujer y conversaban en voz baja, como si acariciaran las palabras. Sentí que habitaban un espacio amigable que me invitaba a esperar. Así que me quedé en la barra contemplando esa escena un tanto inusual. Pasó como media hora. Mi amiga Sonia y la mujer desprendían complicidad. Me preguntaba yo qué estaba pasando y por qué yo estaba tan sobrecogida. Era como si me hablasen de ternura, de calidez, de proximidad.
De pronto, la mujer levantó su mano suavemente y acarició el rostro de mi amiga, que la miraba absorta y sorprendida.
Hacía mucho calor en el local. La mujer estaba muy arropada. Se levantó, recogió todas las bolsas que tenía bajo la mesa, miró a mi amiga intensamente y se deslizó hacia la puerta, como si fuera invisible, sin que nada le llamase la atención.
Después de un momento prudente, me acerqué a Sonia, brillaban sus ojos. Me senté a su lado y pedí dos cafés. Depositó sus manos entre las mías y el silencio se hizo complicidad.
Dentro de mí una voz tenue me susurraba: ¿no te habías prometido para este nuevo año que multiplicarías gestos de amor? Algo había aprendido. ¿No sería eso la sincronicidad?