En el parque del barrio, unos jóvenes me preguntaron sobre el sacramento que debería identificar a los católicos, el del perdón. Les devolví la pregunta, invitándoles a que habláramos todos sobre nuestra experiencia.
Contaban, sonriéndose, que los avemarías y padrenuestros que imponía el confesor no ayudan a superar ciertas faltas contra el prójimo, que los pequeños o grandes errores humanos contra los conciudadanos no se anulan así, que debería haber una reconciliación con él/ella pidiéndole, personalmente, disculpas, un ‘lo siento’, por lo menos.
Otros decían que no sentían la necesidad de contar esas cosas al confesor, pues la mayoría de las faltas van contra una persona, con quien había que buscar la oportunidad, a solas, o en compañía de algún amigo, para disculparse, pues la magia que parece haber en el rito penitencial no era lo más apropiado.
Un inconveniente que apuntaban algunos era que, subjetivamente, podría hacer efecto, con un acto de fe, creyendo que el sacerdote, mediando entre el penitente y Dios, pero que el dolido, el perdedor seguiría igual ante una calumnia, un engaño, un robo… Así entendido este sacramento, los perdedores seguirían siendo perdedores y los pícaros, los ganadores.
Comentó, el más callado, que el propósito de la enmienda, el dolor de corazón… son elementos incluidos en el acto penitencial, pero entonces no se explica por qué son siempre los mismos, quienes más practican este sacramento.
Concluimos todos en sugerir a los sacerdotes que hacen muchas horas de confesionario, que motiven a sus pecadores el encuentro y reencuentro con los perjudicados, como medida indispensable para que el perdón sea una realidad útil y humana, la otra rutina, la de siempre, empecemos a olvidarla.