
A lo largo de sus más de mil años de historia, la imponente catedral londinense de Saint Paul, florón religioso del anglicanismo inglés junto con la de Canterbury, ha sobrevivido a los bombardeos, al fuego, a los saqueos, a los rayos y los truenos tan frecuentes en el cielo de la capital británica, al comentario despectivo de la reina Victoria sobre su diseño interior “decididamente aburrido”… incluso al infausto matrimonio de Carlos y Diana de Gales, que tuvo lugar entre sus paredes. Pero este otoño, unos cuantos “indignados” han hecho tambalear sus muros y, con ellos, los cimientos de la Iglesia de Inglaterra.
Puede que no estén consiguiendo acabar con el sistema capitalista, pero ya han logrado al menos poner en evidencia las contradicciones de los jerarcas cristianos –y no sólo los anglicanos- ante la crisis económica. Lo ocurrido el pasado octubre en Londres mostró la mejor y la peor cara de las Iglesias, sus limitaciones y sus hipocresías. Durante esos días, los dirigentes eclesiales se comportaron como suelen hacerlo: intentando contentar a todos, haciendo altisonantes declaraciones de apoyo y buscando siempre el interés propio. Normalmente les sale bien. Esta vez no fue así y acabaron recibiendo palos de todas partes. Tal vez por eso, estos sucesos son altamente simbólicos de los nuevos tiempos que corren.
Recordemos sucintamente los hechos: el 15 de octubre, día de la convocatoria mundial de protesta de los indignados, un grupo de manifestantes de Londres pretendió acampar ante el edificio de la Bolsa. La contundente respuesta policial impidió que lo lograran, pero sí pudieron hacerlo a las puertas de la cercana catedral. Al principio, los rectores del templo aceptaron con benevolencia a quienes se manifestaban. Al fin y al cabo, la Iglesia anglicana está de acuerdo con el fondo de la protesta y ha denunciado en numerosas ocasiones las derivas del capitalismo. Pero las tiendas pasaron en una semana de las 70 iniciales a más de 200 y los dirigentes comenzaron a ponerse nerviosos.
El deán de la catedral, Graeme Knowles, respaldado por el obispo de Londres, Richard Chartres, ordenó el cierre de las puertas al público por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial. La explicación oficial: motivos de seguridad e higiene en uno de los principales centros de atracción religiosa y turística del país. El siguiente paso caía por su peso. El capítulo de Saint Paul se unió a la Corporación de la City en una solicitud judicial para el desalojo de las personas acampadas, lo que implicaba el uso de la fuerza si éstas se negaban a irse.
Teóricamente, la demanda permitiría “formar parte del proceso judicial y negociar con la City”. El motivo oculto de ambas decisiones no tardó en salir a la luz, merced a unas declaraciones desafortunadas del propio deán quejándose de que la presencia de los indignados amenazaba “la vida de la catedral provocando unas pérdidas de 20.000 libras (23.500 euros) de ingresos diarios”. En claro: ya basta de bromas, que está muy bien lo de apoyar a los pobres, pero cuando se toca el bolsillo de uno el asunto se convierte en algo serio.
Y surgió el escándalo, llovieron las críticas en los medios de comunicación, en la opinión pública, en la feligresía, en las altas esferas eclesiales e incluso dentro de la misma organización catedralicia, encabezadas por el número tres en la jerarquía, el candiller Gilles Fraser, que apoyó desde el principio a los indignados, explicando que “la Iglesia no puede responder a las manifestaciones pacíficas con la violencia”, sobre todo teniendo en cuenta que “San Pablo plantó muchas tiendas” y que “Jesús hubiera podido nacer en el campamento”. Una semana después se abrieron las puertas y se retiró la demanda de expulsión. Pero, para entonces, la polémica se había ya llevado por delante a tres altos cargos de la catedral -entre ellos el propio Knowles- y la reputación de la Iglesia anglicana.
Finalmente, tuvo que intervenir el arzobispo de Canterbury y primado de la Iglesia anglicana, Rowan Williams, invitando en un artículo publicado por el Financial Times a dar contenido a las peticiones de la mucha gente que “se siente frustrada más allá de toda medida por los desastrosos efectos del capitalismo global”. Williams lleva años criticando la actuación de los bancos y la “cultura de los bonus” y apoyando la creación de la tasa Tobin que grave las transacciones financieras. Gran parte de sus esfuerzos han quedado ocultos hoy, cuando la Iglesia ha tenido ocasión de hacer algo. No se puede criticar el ánimo desaforado de lucro y luego optar por el negocio. La sensación que permanece la reflejó a las claras un comentarista del diario británico The Independent: “Los dirigentes eclesiales presentaron la ocupación, el culto y el cierre de Saint Paul como una cuestión de vida o muerte, mientras que los de los hospitales o residencias les dejan indiferentes. Eso sí es un peligro para la salud”.
Hay quien dice que, sabedores de sus contradicciones, los indignados fueron expresamente contra la Iglesia buscando un blanco fácil y una blanda reacción. Y no falta quien ha visto en todo este asunto una gran lógica, como el citado The Independent: “Vivimos en un periodo extraño en el que el materialismo tiene una importancia capital. Con la revolución industrial, la posesión de bienes materiales se ha convertido en nuestra religión”. ¿Estarían así los anticapitalistas enviando un mensaje subliminal al mundo? ¿O tal vez ha llegado de verdad la hora de elegir entre Dios y el dinero?