La religión y las pantallas en Japón

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Dos japonesas en un templo sintoísta. El país nipón combina raramente la herencia de un enriquecimiento multiespiritual único en el planeta con un nuevo estilo de vida que ha desterrado el face to face y que marca una tendencia mundial.

Es difícil cantar en tierra extraña, al tiempo que apasionante. A veces, por un conflicto bélico, la falta de libertad de expresión, la ausencia de leyes que protejan la laicidad y la libre convivencia de distintas confesiones y cultos. Otras, directamente, por la persecución sistemática de una o varias confesiones que no sean la oficial u oficiosa del Estado en cuestión.

Sin embargo, existe una tercera razón que comienza a consolidarse en los países llamados «muy desarrollados» por el ‘‘papá neoliberal‘‘, este sistema que inunda nuestro mundo. Es el caso de Japón.

¿Japón? ¿Pero allí no son todos budistas? Allí, principalmente, son de trabajar. Cuando terminan de trabajar, por lo general, siguen trabajando o haciendo lo que tengan que hacer, ya sea comprar, limpiar, comer, llevar a sus hijos e hijas al colegio o pagar sus impuestos.

Justo después de todo eso, se distraen. Aparcan por un rato el deber para sustraerse de todo y despejar la mente, en su mayoría, por desgracia, muy lejos de las praderas aradas y repletas de esos cerezos de Memorias de una geisha o El último samurái.

Lo hacen fijando su vista en una pantalla. En ella clavan sus ojos, escondiéndolos aún más si cabe, para adentrase en una web, un archivo, una aplicación o, a menudo, un juego. Las pantallas, a diferencia de lo que ocurre en España, no las suele haber de dos o tres tamaños diferentes, sino de muchos más. Y los usuarios no son sólo personas jóvenes. Personas adultas, menores y mayores tienen sus propias preferencias.

El análisis puede parecer simplista y, de hecho, lo es. No todo el mundo es así en Japón, pero bastan diez días en el primer país que saluda al sol por las mañanas, con permiso de Fiyi y alguno más, para comprobar que sí lo es una amplia mayoría. Al menos, en la isla principal, Honshu, donde vive casi toda su población.

La tecnología baña el espacio vital de la gente. No de la gente nipona, sino de toda la gente que vive allí. Si buscas algo, los buscas en la pantalla; si hablas con alguien, le hablas a la pantalla; si escuchas algo, el sonido vendrá de la pantalla; si esperas algo, será la pantalla quien te distraiga o incluso te lo traiga; si regalas algo lo haces desde la pantalla y si piensas algo, no serás tú quien lo piense, será la pantalla.

Ahora podríamos concluir que todo esto está empezando a darse también en muchos países del mundo y así es. Pero conviene mirar a la pantalla japonesa, porque en esto, como en el sol, ellos y ellas son pioneros todos los días.

Dadas las circunstancias, ¿qué espacio le queda a la religión? La ciudadanía japonesa es, posiblemente, la más cívica y educada del mundo. Tan difícil es que te toque la lotería como encontrar un papel en el suelo. Y se declara creyente. El budismo en primer lugar, y su primo hermano, el sintoísmo, en segundo, son las dos principales corrientes de fe.

pag11_cantarentierra2_web-17.jpgParalelamente, la influencia de la mastodóntica China, a escasos kilómetros de las costas occidentales niponas, hace que también se practiquen el confucianismo y el taoísmo. Relaciones comerciales con Europa hicieron, hace siglos, que creciera también una pequeña minoría protestante en el siglo XIX. Mucho más enrevesada es la realidad católica de Japón, católica entre comillas. Y se explica.

Vaya por delante el sincretismo antes de cualquier análisis. Esta corriente o desembocadura de la mezcla entre religiones es, además de un enorme enriquecimiento personal para quien lo practica y objeto de estudio para universidades, teólogos y cualquier persona interesada, la realidad más palpable de la vida religiosa japonesa.

Una japonesa de a pie, igual que el japonés, no es menos persona, creyente o patriota si honra a sus antepasados durante la tradición del Bon -puramente nipona- poco después de disfrazarse en Halloween, celebrar el año nuevo chino, venerar a Confucio y levantar catedrales católicas. Y todo ello, sabiendo conservar el patrimonio como nadie mientras sigue siendo pionera en algo que estudia e investiga sin descanso.

Entrando en la materia (en la católica), conviene explicar que, aunque no esté probado, puede que los cristianos nestorianos, expulsados por Roma antes incluso que ortodoxos o protestantes, dejaran su huella en el ADN nipón, porque estos nestorianos pintaron a su paso un reguero de conservación, estudio e investigación a lo largo y ancho de Asia mientras huían de los recelos latinos.

Siglos después, los jesuitas intentaron una evangelización frustrada en pocas décadas por la dinastía del imperio local de turno, boicoteada por los ingleses, ensangrentada después y resucitada muy levemente a finales del siglo XIX, cuando Japón se occidentalizó y su sabiduría e interiorismo multireligioso convirtieron al país en uno de los más cívicos del mundo, permitiendo la libertad de culto.

Ahora hay un millón de personas católicas en Japón. Es menos del 1% de la población y está más que respetado. Y la cosa es que su espiritualidad no dista mucho de la del sintoísta que, a su vez, se asemeja a la del budista y así sucesivamente, conviviendo en una enorme paz. Pero esta especie de ecumenismo oriental nipón tiene un problema evidente, palpable en la calle, en muchos hogares y hasta en los templos: no cabe en ninguna pantalla. Da miedo.

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