Este año que ahora termina se ha celebrado el quinto centenario del nacimiento de un hombre clave en la historia de nuestra religión: Juan Calvino. En España apenas sí nos hemos enterado, pero la efeméride se ha conmemorado por toda Europa, iglesia católica incluida. Y, justo es decirlo, con razón. Porque, sin ánimo de caer en la herejía, hay que señalar que este clérigo de origen francés, conocido como el “gran reformador”, es uno de los grandes hacedores del cristianismo actual, hasta el punto de que muchas de sus intuiciones, precursoras y a veces mal entendidas en su momento, son hoy asumidas de forma natural por casi todos los cristianos.
Ciertamente, Calvino sufre todavía de muy mala imagen. Durante estos cinco siglos ha sido sistemáticamente caricaturizado, cuando no directamente denigrado. Por todos los bandos: por la iglesia romana y los poderes públicos de su época, desde luego, pero también por sus “hermanos” luteranos y anabaptistas y, más cerca de estos tiempos, por todos los que ven en las religiones el origen de la intolerancia y la violencia. Parte de esta leyenda negra se la ganó a pulso: fue, sí, un hombre intransigente, doctrinario, polemista y áspero. Y, sobre todo, quemó en la hoguera a Miguel Servet, el intelectual español antitrinitario que, condenado a muerte por la Inquisición, cometió el error de refugiarse en Ginebra. Desde entonces, ambos nombres caminan juntos por la historia.
Pero Calvino también fue un humanista discreto, austero, sensible y humilde –tanto, que quiso ser enterrado en una tumba sin nombre para no dejar huellas en este mundo, salvo sus obras. Y, pese a todas sus sombras, fue igualmente un gran testigo del mensaje evangélico. Recién ordenado, vivió –al modo paulino- una “conversión” religiosa que le obligó a huir a Suiza. Para explicarla escribió su Institución cristiana, una suerte de catecismo en el que se basó lo que dio en llamar la Reforma. Éste fue uno de sus grandes méritos: mientras que Lutero o Zwingli no se molestaron en dar una forma coherente a su pensamiento teológico, Calvino se dedicó en cuerpo y alma a estructurar y organizar la religión naciente.
Se trataba de recuperar la pureza original del Evangelio, frente a los abusos romanos y “la tiranía infernal del papa”, que usaba el miedo como instrumento de dominación. Así, su primera acción pública, que determinó toda su actividad posterior, fue someter a la consideración de los ginebrinos una confesión de fe para conocer «quiénes quieren vivir de acuerdo con el Evangelio y quiénes prefieren el reino del papa al reino de Jesús». Lo que no le impidió escribir cosas como que “quien se separa de la comunión de la Iglesia reniega de Dios y de Jesús”. O que “si no estamos en comunión con los papistas, les amamos con afecto fraternal”.
Así, el conocimiento de Dios sólo se adquiere en la Escritura, con Jesús –y no la Iglesia- como único mediador. Del mismo modo, la justificación del pecador por la fe y no por las obras es el “artículo soberano en nuestra religión”, escribió Calvino, que no duda que “la fuente de nuestra salvación es la misericordia gratuita de Dios”. Sobre esta base se asienta el comportamiento de los creyentes: un cristianismo de acción de gracias y no una religión de salvación por las obras –o por las indulgencias compradas. Esta dimensión individual de la fe, inscrita en la convicción de que el creyente tiene una relación directa con Dios y que su salvación está asegurada por el amor incondicional divino, no lleva al individualismo. Al contrario: el creyente se desembaraza de la preocupación por sí mismo para consagrarse al servicio de los otros. Esto conlleva, además, un fuerte sentido de la responsabilidad (Dios sólo actúa a través de nosotros; si no actúas, Dios no está presente en el mundo) y, por ende, una fe de adultos, sin una Iglesia “madre” intermediaria que infantiliza y quita culpas.
Y no es sólo la teología. La organización eclesial calvinista sorprende todavía hoy por su modernidad: el verdadero fundamento de la Iglesia no es sino “la doctrina de los profetas y la verdad evangélica”. El Espíritu Santo habla en la Escritura, no en la tradición. Y la Iglesia no es vista como institución sino como comunidad de creyentes. Una comunidad horizontal y democrática (Dios habla a todos por igual y todos somos iguales ante Dios), en la que la autoridad es colectiva, compartida por pastores y laicos, que incluso presiden las Eucaristías.
Algunas de estas cosas han sido asumidas por Roma en las últimas décadas, tras el Concilio Vaticano I
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