El camino ortodoxo hacia la unidad (y II)

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Foto. Evgeni ZotovDejamos dicho el mes pasado que el problema más evidente que se plantea hoy entre la población ortodoxa y la católica es el papel y el ministerio del obispo de Roma en la Iglesia universal. O, lo que es lo mismo, la cuestión del primado y la autoridad del pontífice romano. Señalamos también que no es una simple discusión por ver quién manda o figura más. Lo que se intenta dirimir, sin mucho éxito, en este asunto es el encaje de dos visiones eclesiales prácticamente opuestas, la conciliación entre la unidad y la diversidad en la ecúmene cristiana.

Para la ortodoxia, la universalidad concreta de la Iglesia se expresa en la colegialidad de los obispos, sin necesidad de vicario de Cristo que la represente. El gran teólogo oriental del siglo XX, Nicolas Afanassieff, lo expresó de esta manera: “La Iglesia local, en torno a su obispo, integrados los fieles en la comunión eucarística, no es un pedazo de la Iglesia universal sino que manifiesta la Iglesia una, santa, católica y apostólica en un lugar dado. Cada una de las Iglesias locales representa toda la Iglesia”.

Las personas ortodoxas son conscientes de que esta comunión de las Iglesias locales se estructura alrededor de centros de acuerdo, que corresponden a lo que llaman “amplias comunidades de civilización”: Roma para el mundo latino; Constantinopla para el mundo griego; Antioquía para el mundo semita; Alejandría para el mundo africano o Moscú para el mundo eslavo. Durante mucho tiempo fue así. Pero, con el surgimiento de los nacionalismos en los siglos XIX y XX, cada nación se dotó de su propia Iglesia, que denominaron autocéfala. Lo que significa, claro, que cada una tiene su propia cabeza o primado, que elige el episcopado local, a veces con la participación del pueblo convocado a tal efecto.

Sin embargo, autocefalia no quiere decir independencia, sino más bien interdependencia. Cuando se elige un primado, éste debe ser reconocido por los primados de todas las demás Iglesias y, antes que nada, por el primero entre ellos, el patriarca de Constantinopla. O debería. En la práctica real, esta interdependencia no funciona demasiado bien, como se aprecia en las constantes tensiones y disputas entre Constantinopla y Moscú –con Atenas metiendo la nariz de cuando en cuando- por ganar influencia y arrogarse la primacía de toda la población ortodoxa.

La interdependencia no evita tampoco la gran tentación ortodoxa: la sumisión al Estado, que a menudo conlleva su instrumentalización nacionalista. En el mundo ortodoxo, subraya Olivier Clément en Dios es simpatía, “cada Iglesia local está profundamente unida a su pueblo (a veces, aquélla le dio un alfabeto, tradujo la Biblia y los textos litúrgicos a su lengua, etc.) y tiene una inmensa influencia sobre su historia. Esto determina que, con mucha frecuencia, en estos países se pertenezca a la Iglesia ortodoxa, pero no a través de una fe personal consciente. Se trata casi de una pertenencia étnica. Soy serbio, por tanto, soy ortodoxo. Soy ruso, por tanto, ortodoxo. Creer en Dios es otra cosa. En Occidente, cuando no se cree en Dios no se va a la Iglesia. En Oriente, frecuentemente se sigue yendo a la Iglesia”. Esto tiene a veces consecuencias trágicas, como el duro enfrentamiento que mantuvieron las Iglesias rusa y georgiana –“hermanas” de estrecha relación hasta entonces- cuando Rusia declaró la guerra a Georgia en 2008.

La ortodoxia insiste, pues, en la diversidad, en detrimento de la unidad. Roma podría ser un patriarcado más, primado latino occidental. En el otro lado, la Iglesia católica pone la unidad por encima de la colegialidad, aun respetando las diferencias de las Iglesias locales. El papa no puede renunciar a su condición única de vicario de Cristo en la tierra. ¿Es posible el acuerdo? Para Clément, la dificultad estriba en que se trata de dos culturas que corresponden a mentalidades diferentes. “El pensamiento latino rechaza las tensiones, es un pensamiento que engloba: si hay dos, uno engloba al otro. Por el contrario, el ortodoxo es un pensamiento en tensión, sin síntesis”. Pero estos dos lenguajes distintos “pueden y deben comunicarse”.

La solución espera en el misterio trinitario, que permite convivir a tres personas diferentes en una sola unidad. Dogmatismos aparte, hay que “comprender cómo el otro ama a Cristo, cómo se acerca a Dios e ir uno al encuentro del otro”. Así se perfilará el espacio donde ambas tradiciones se descubran hermanas en la fe, donde pueda soplar el espíritu que funde la Iglesia indivisa. Esto exige antes que nada disposición. Y arrepentimiento. “Juan Pablo II lo quería, pero el colegio cardenalicio no quiso y él no se atrevió. En cuanto a los ortodoxos, viven en un mundo tan lleno, tan autosuficiente, que no tienen en absoluto la idea de arrepentirse”. Ni de caminar.

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