Resulta un poco triste tener que decir esto. El ya extinto pontificado de Benedicto XVI tuvo problemas –algunos innecesarios, fruto de fallos incomprensibles- en la relación con el islam y el judaísmo pero, tal vez por lo mismo, en esos años se cimentaron también sólidas bases para el diálogo, como han reconocido representantes de ambas religiones. Por el contrario, nada se avanzó –y aquí viene la tristeza- en la unidad de la cristiandad, exceptuando la intención, fallida de momento, de atraer de nuevo al redil a quienes se unieron al cisma lefevrista.
Pero no se trata de culpar al Vaticano. Ya se sabe que el diálogo es cosa de dos y no se da si uno no quiere. A Roma, a estas alturas, se le supone la predisposición. No ocurre siempre así con sus interlocutores. El teólogo ortodoxo francés Olivier Clément, fallecido en 2009 y uno de los pioneros del ecumenismo, dudaba -por ejemplo- que exista un camino ortodoxo hacia la unidad dentro del cristianismo. O, al menos, que haya interés real por recorrerlo. En uno de sus últimos libros, Dios es simpatía (Narcea, 2011), Clément señala tres grandes obstáculos que, desde el punto de vista oriental, impiden hoy por hoy un acercamiento real más allá de las proclamaciones y los encuentros entre pontífices y patriarcas.
El primero es el “relativismo” de las confesiones occidentales, la protestante incluida. Muchas personas en la Iglesia ortodoxa creen –exageradamente, admite Clément- que en occidente ya no se sabe bien qué significa ser cristiano o cristiana. Que la contestación a la jerarquía, el rechazo a la tradición, la pasión por la exégesis histórico-crítica, la preocupación social han provocado un vacío espiritual que tiende a ser ocupado por cosas como la psicología, el budismo, etc. Siguiendo al teólogo francés, se les oye decir: “¿De qué sirve hablar de ecumenismo cuando se considera el pasado superado y sus expresiones como productos de mentalidades y culturas atrasadas? ¿De qué sirve reflexionar sobre el Espíritu Santo si no se cree en la Trinidad o sobre la Inmaculada Concepción si se burlan de la virginidad de María?”.
Mientras, en las Iglesias ortodoxas se asiste a un fuerte regreso al confesionalismo. Y del peor, en algunos casos. En occidente se simplifica, se “empobrece” la liturgia; en oriente se ha convertido casi en una realidad autónoma, ligada, en gran parte, a una crisis de identidad y a un cierto nacionalismo. Explica Clément que “en el mundo ortodoxo existe un fuerte bloque conservador, animado sobre todo por algunos monjes del Monte Athos radicados en Grecia y Serbia, que rechazan categóricamente la eclesialidad de las demás confesiones cristianas y declaran que el ecumenismo es la herejía total. Esto deriva a hacer de Occidente la civilización de la herejía cuyo corazón estaría al mismo tiempo en Wall Street y en Roma”.
Buena parte de la responsabilidad de este sentimiento hay que atribuirla al resurgimiento en los años noventa, impulsado por Juan Pablo II con cierto afán proselitista, de las Iglesias greco-católicas y uniatas de Eslovaquia, Ucrania y Transilvania. Unas han renunciado actualmente al proselitismo y las otras intentan respetarlas, al menos oficialmente. Pero no hay una aceptación mutua real. La Iglesia ortodoxa se queja de su “innecesaria presencia” puesto que el cristianismo ya existe allí. Y los “romanos” exigen que pidan perdón por su “participación” en la violenta persecución de sus Iglesias llevada a cabo por Stalin tras la II Guerra Mundial.
La tercera dificultad es, en realidad, una constatación recurrente: el tecnicismo de la reflexión ecuménica para la mayoría de los y las fieles. Teólogos y grandes jerarcas trabajan y firman textos y acuerdos. Pero la mayoría de los fieles no solo no los conocen, sino que, de hacerlo, les resultarían incomprensibles. Son textos para teólogos profesionales, para eclesiólogos expertos, que nunca llegan a la vida de los y las creyentes de a pie. Las convergencias y acercamientos así obtenidos se quedan en la superficie, en el plano de las declaraciones hueras.
Piensa Clément, pese a todo, que la ortodoxia es la fuente a la que tanto personas católicas como protestantes deben acudir para alcanzar la unidad en una suerte de vuelta a los orígenes. No solo a las Escrituras, sino también a “los documentos fundantes de la Iglesia indivisa, los textos de los Padres de la Iglesia y los primeros textos conciliares”. Las iglesias ortodoxas pueden jugar aquí un papel positivo, puesto que mantienen viva la tradición original y no han conocido “la reforma gregoriana, ni el siglo XI, ni la escolástica, ni las polémicas del siglo XVI”.
Dicho esto, aún subsiste el obstáculo mayor, el auténtico problema que envenena las relaciones entre la Iglesia ortodoxa y la católica: el papel y el ministerio del obispo de Roma en la Iglesia universal. O, lo que es lo mismo, el primado. Que no se reduce solo a una cuestión de poder o de figuración. Pero esto merece un espacio más amplio. De ello hablaremos el mes que viene.
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