
Se celebró esta Jornada el pasado 13 de Mayo en el Centro Arrupe de Sevilla, acompañándonos Pepa Torres que se encargó de orientarnos en este tema mediante una excelente y documentada exposición.
Comienza advirtiendo que “la Mujer” como tal no existe, sino “las mujeres” reales, precisión que no es sólo cuestión de lenguaje, sino que con la diversidad y riqueza del plural quiere romper un esencialismo conceptual muy extendido.
En la exposición que sigue se van a contraponer la esperanza basada en las manifestaciones y declaraciones de Francisco, y la duda crítica sustentada por la experiencia de las mujeres, que han esperarado en la Iglesia demasiado tiempo a que las palabras se traduzcan en hechos.
Junto a la imagen del cartel de la Jornada, que refleja la subordinación de muchas mujeres a una institución abrumadoramente jerarquizada y antropocéntrica; hay que decir que coexiste otra línea femenina y dinamizadora que lucha por una Iglesia de iguales.
Las mujeres acostumbradas a que nadie les regale nada, han defendido en la historia el poder del no, el de los sueños, las rebeliones y resistencias. Recordamos sin duda la negativa de Rosa Parks, mujer de raza negra que se negó a dejar su asiento a un blanco en los racistas EEUU de 1955. Esta valerosa muestra de dignidad inició un amplio movimiento reivindicativo de derechos civiles para los negros, que al día de hoy culmina con Obama en la presidencia de EEUU.
En la Historia de la Iglesia muchas mujeres, en su camino por seguir a Jesús, han reivindicado el poder del no y la desobediencia al patriarcado. Ya en los siglos XII y XII hay que resaltar el movimiento de las beguinas, mujeres cristianas e intelectuales, a la vez contemplativas y activas; y las figuras de Guillermina y Maifreda vinculadas con ellas, que sostenían en el siglo XIII que Jesús murió por todos y todas en una salvación universal, que incluía también a judíos y musulmanes. Igualmente aseveraban que las mujeres -siendo a imagen y semejanza de Dios- pueden presidir la Eucaristía. Ambas fueron declaradas herejes así como sus seguidores, y el movimiento reconducido hacia formas más “ortodoxas”.
Juliana de Norwich en el siglo XIV, afirmaba que ni el pecado nos puede alejar de Dios y consideraba a Cristo como Madre; y en el siglo XVI Mary Ward -religiosa católica fundadora de las “Madres Irlandesas”-, es considerada sospechosa de herejía y denunciada a la Inquisición, principalmente por pretender para su nueva Institución romper la clausura, que por entonces era norma obligada para todas las religiosas.
Mary Ward fue encarcelada acusada de herejía, cisma y rebelión y en 1631 el Papa Urbano VIII dicta una bula suspendiendo radicalmente el Instituto. No se le llegó a procesar formalmente y se la declaró limpia de sospecha sobre su fe, pero siguió vigilada. Dijo que “hasta ahora nos han dicho lo que debemos creer, pero habrá un futuro en que las mujeres harán grandes cosas por sí mismas. Os niegan la esperanza, pero no hay diferencia entre hombres y mujeres.”
Cita en último lugar para abreviar, a la sufragista y activista católica española Concepción Gimeno de Flaquer, que hacia el final del siglo XIX fue defensora activa de los derechos de la mujer, basándose en que Jesús practicó en su vida la igualdad de derechos.
De estas mujeres venimos; mujeres que se revelaron contra la fuerza domesticadora del sí, en la que todos hemos sido educados.
A este respecto merece la pena detenerse, en la manera de presentarnos el sí de María de Nazaret como modelo de obediencia, resignación/sumisión (en el peor sentido) y el silencio. Se han ignorado sus noes históricos, su identificación con el Magnificat, su solidaridad con Isabel y su integración con otras mujeres discípulas en la comunidad de iguales que seguían a Jesús.
Porque los síes del cristiano no son de sumisión, sino críticos en su pretensión de construir desde abajo la utopía del Reinado de Dios. Por eso ha habido siempre hombres y mujeres en la frontera que han abierto nuevos horizontes de liberación, desde la Iglesia hacia el corazón del mundo. Entre ellos mujeres invisibilizadas en su oposición al orden simbólico del padre basado en el poder y la violencia, valores -que sin distinción de sexos-, se han instalado en el imaginario personal, doméstico, social y religioso.
Los valores femeninos se basan por el contrario en el amor y el cuidado, creando un orden de libertad de carácter universal. En la Iglesia específicamente luchamos por nuestros sueños de inclusión/liberación sexista que integre la valoración de nuestros cuerpos, y por una espiritualidad que nos religue a Dios/a incluyendo las experiencias cotidianas de las mujeres.
Las raíces de la situación de exclusión de estos valores femeninos en la Iglesia, se encuentran en unas imágenes, lenguaje y hermenéutica patriarcales; procedentes tanto de la cultura de Israel, como de la figura fundamental del pater familias del mundo romano, ámbito en el que se desarrolló el cristianismo de los primeros siglos.
Ambas raíces comparten una pirámide patriarcal fuertemente jerarquizada, en cuyo nivel más bajo están las mujeres y las niñas, consideradas como cuerpos a disposición del varón, de la familia y del clan. Personas no en sí mismas, sino en función de los demás, esencialmente como reproductoras tanto del nivel biológico como del simbólico.
El patriarcado se refuerza con una imagen de Dios y un lenguaje sobre Él que se identifican con la experiencia masculina, con la fuerza y el poder, porque como dice Mary Daly “si Dios es varón, el varón es Dios”. Por tanto las experiencias femeninas son invisibilizadas, porque el patriarcado y el antropocentrismo están profundamente interconectados. En este camino hemos llegado a un Kiriarcado, neologismo acuñado por Elisabeth Schüssler Fiorenza para designar una concepción colectiva que parte de una imagen de Dios como señor, varón y blanco, que viene a legitimar la minusvaloración femenina, el racismo y el clasismo.
Reacción para neutralizar este imaginario, es el grito de “Dios es negra” lanzado por una teóloga africana cansada de las justificaciones interesadas en considerar la indignidad del cuerpo de la mujer para representar lo divino.
Para Tomás de Aquino la mujer es un varón imperfecto pues comparte una antropología dualista que la desvaloriza, creada a imagen del varón. Incluso en la etimología de “femenino” (formada por fe y minus), encontramos la subordinación y debilidad proclive al mal que se atribuyen a la fe de un ser imperfecto, y el alma se concibe como masculina porque no puede ser imperfecta. En concordancia con esta idea a las santas y mártires se las viriliza, y las monjas -como personas consagradas- debían virilizarse o asexuarse ocultando sus formas, cortándose el pelo y eliminando todo exorno. Este imaginario llega hasta el extremo de plasmarse en textos en la Europa medieval -como “El martillo de brujas”-, que justifican la quema de mujeres basándose en los anteriores razonamientos.
Queda claro que la forma sexuada de Dios no resulta neutra y condiciona el lugar de las mujeres en la Iglesia. Para cambiarlo hemos de superar tanto el imaginario sobre la figura de Dios, como el lenguaje a Él referido como verdad más profunda. Hoy es evidente que el dimorfismo sexual aplicado a Dios que es Espíritu no tiene sentido, pero sigue subsistiendo tanto en el lenguaje corriente como en el litúrgico, atribuyendo la primacía a lo masculino y como consecuencia la devaluación de lo femenino.
Sin embargo en la Biblia y en la Tradición coexisten desde el principio otros imaginarios minoritarios y marginados de los que cita algunos ejemplos: 1) las palabras de Isaías sobre la fidelidad maternal de Dios (Sl 131 e Is 49,15); 2) su carácter de vientre portador (Is 46,3); 3) la bella imagen de San Irineo que hablaba del pezón nutricio de Dios, potente imagen sexual que podría cambiar nuestro imaginario haciéndolo más inclusivo; 4) Y también la de María de Oignies para quien en la cruz Dios rasga su vientre para alumbrar una nueva humanidad.
Las consecuencias del predominio del imaginario patriarcal nos los encontramos en una moral, una hermenéutica y una liturgia patriarcales que todo lo inundan. La antropología subyacente al mismo minusvalora lo femenino, y desde esa idea hace sus interpretaciones y valoraciones. Lo refleja el relato inicial del Génesis y la presentación de la figura de Eva como tentadora e introductora del mal. Y hasta hoy se perpetúa esta imagen seductora y tentadora de su cuerpo usada por la publicidad notablemente; con lo cual se refuerza la idea de indignidad de la mujer para representar a la divinidad.
La hermenéutica patriarcal no sólo se refleja en su interpretación y elección selectiva de textos bíblicos o de la Tradición, sino también cuando en la liturgia incluye algunos claramente misóginos como en la ceremonia del matrimonio. Las consecuencias prácticas de esta dinámica selectiva es la subordinación de las mujeres y su identificación con la culpa.
La hermenéutica femenina está siendo partera de una comunidad de iguales que despatriarcalice el paradigma actual. Procede a) de unas mujeres sujetos de un discurso del cambio social y eclesial, que tienen una palabra propia; b) de la necesidad de reinterpretar la palabra de Dios desde la realidad actual y de deconstruir lo realizado dentro de sociedades y culturas fuertemente machistas.
¿Puede ser palabra de Dios, aquello que oprime a las mujeres?¿O un imaginario de Dios para las mujeres una violación (Me violaste y me pudiste Jr20,7)?.
Jesús rompe la tradición judía, liberando a las mujeres con su Buena Noticia. En su época y cultura la mujer se consideraba un objeto sin derechos, útil sólo para la procreación en la cual incluso se consideraba secundaria su contribución, atribuyendo la fuerza engendradora al varón. La mujer sin hijos era maldita, y la sangre de la menstruación era causa y señal de la impureza femenina. No tenían la obligación de rezar ni podían desempeñar ministerio alguno por no considerarlas sujeto religioso. Incluso la circuncisión, el símbolo religioso de pertenencia al pueblo elegido, era un signo netamente masculino.
Jesús desafía todos estos preceptos patriarcales en su relación con las mujeres (habla con la samaritana, cura en sábado, protege a la adúltera…); pero sobre todo las admite y acepta como discípulas y las convierte en las primeras que testifican su resurrección. Hay que valorar debidamente lo que supone de transgresión la predicación y práctica de Jesús en este aspecto, pero también la valentía de las mujeres que fueron sus seguidoras y de aquellas que compartieron su transgresión.
Sobre el discipulado de las mujeres hay un texto indiscutible, Lc 8, 1-3 que cita que “le acompañaban los 12 y algunas mujeres…” y enumera funciones de estas que son propias del discipulado (lo que se refuerza en la relación de Jesús con Marta y María), con verbos que se repiten en su seguimiento hasta la cruz. Sobre todo su papel fundamental como testigos de la Resurrección es tan relevante, que no ha podido ser ocultado, disimulado, ni menos inventado en un contexto que no reconocía a las mujeres capacidad para testificar legalmente.
La Iglesia no puede discriminar a las mujeres con tales antecedentes: Jesús no es machista, ni muestra signo alguno de superioridad sobre las mujeres. Como no puede ser de otra manera la salvación de Jesús es universal. Invitándolas a ser compañeras en la misión (Lc 8, 1-3; Jn 4,27-29), Jesús desmonta prejuicios, va más allá de los estereotipos y acepta su atrevimiento al acercársele.
El movimiento de Jesús y de las primeras comunidades tiende a crear una comunidad de iguales Su práctica -aunque con tensiones- subvierte los preceptos patriarcales y las clases sociales. Sin embargo su posterior inculturación en un orden greco-romano patriarcal, se hace en gran medida sacrificando los avances y derechos obtenidos en la consideración de las mujeres, y adoptando las formas propias del imperio romano.
Este retroceso deja tempranamente su huella, ya en el Evangelio de Juan que es el más tardío; y en las cartas pastorales, se va subordinando el papel de las mujeres a los varones aunque no se pueden ignorar experiencias tan fundamentales como las de la Magdalena. Pablo ya ignora el testimonio de las mujeres sobre la resurrección y prima el testimonio de los doce (1ªCor15,3ss), y también las subordina al orden patriarcal pidiendo que las mujeres se cubran para profetizar y como signo de sujeción en las asambleas (1ªCor 11,3ss y 14,34ss). No obstante queda constancia de que hay mujeres que le ayudan eficazmente a Pablo y le acompañan en su misión y declara que entre bautizados ya no hay varón ni hembra (Ga 3,28).
Los códices domésticos postpaulinos y las cartas pastorales detectan la progresiva subordinación de las mujeres. En Co 3,18-21 se desprende una reciprocidad en el matrimonio, mientras que en Ef 5,21ss ya se desprende una subordinación entre cónyugues al asimilar el matrimonio a la relación de Cristo (varón) y la Iglesia (mujer).
Al final del siglo II el liderazgo comunitario en la gran Iglesia, es sustituido por el liderazgo del obispo varón, en quien se concentran todos los ministerios y carismas. Este hecho perjudica sobre todo a las mujeres, cuya misión y profetismo el montanismo llega a considerar herético. A partir de entonces se valora a las mujeres en función de su misticismo y virginidad, reduciendo la función de las diaconisas a su intervención en el bautismo de mujeres y a la liturgia.
Curiosamente en la fijación del canon de escritos neotestamentarios -que comienza en esa época-, son descartados aquellos que valoran y desarrollan más la idea de “comunidad de iguales”; y paralelamente las tradiciones orales quedan postergadas. Eso hace que las escrituras queden en manos de una élite de varones y además varones doctos, habida cuenta de que la mayoría de la población y casi todas las mujeres de la época eran iletrados.
Hoy la Iglesia es una de las instituciones más androcéntricas y patriarcales que existen, y ello propicia varias preguntas desde fuera de ella ¿Por qué las mujeres seguís dentro? Estáis sosteniéndola mientras confiáis en su utópico cambio. ¿El cambiarla tiene futuro?
Una mujer consciente dentro de la Iglesia es acusada de activista, porque las perspectivas de género son demonizadas en ella. Si es sumisa al régimen patriarcal se elogian su generosidad y servicios, pero al reivindicar la libertad y sus aspiraciones de igualdad se la margina, se sospecha de desviación doctrinal y se la enfrenta con el mito de una María obediente y callada que no coincide con la María histórica, ni es un modelo que sintonice con la mujer actual.
De alguna manera la Institución eclesial e incluso Francisco, ofrecen esta figura interesada de María, para neutralizar la aspiración de las mujeres al sacerdocio; ocultando la figura de María seguidora de Jesús e incluida en una comunidad de iguales con plenitud de ministerios. De forma similar se distorsiona la figura de la Magdalena que es reconocida por el Resucitado, dotada de autoridad para proclamar su palabra al mundo y constituida Apostol de los Apóstoles.
Para un amplio colectivo de mujeres, que quiere que la Iglesia cambie para participar en ella con plenitud de derechos, es necesario seguir bebiendo de la teología feminista; y desde ella usar la categoría de género para depurar estas interpretaciones y ocultaciones intencionadas, logrando así eliminar la desigualdad de derechos y de capacidad decisoria en la Iglesia.
La categoría de género es un instrumento de análisis que cuestiona las realidades culturales concretas del patriarcado, que condicionan los conceptos de lo masculino y femenino ahora tan diferentemente concebidos. La perspectiva de género es liberadora para las mujeres, al presentarnos una manera distinta de ser persona mujer o persona hombre y de vivir las relaciones entre ambos, y también al deslegitimar la minusvaloración que el clericalismo nos impone a todos y especialmente a las mujeres. La estructura eclesial se resiste a incorporarla al considerarla una amenaza y la teología conservadora la ve como peligrosa para la familia; pero el no hacerlo es perpetuar el imaginario anterior petrificándolo más allá de todo cambio.
Admitimos que los actos y declaraciones de Francisco, reflejan sin duda buenas intenciones de cambio, pero recordamos que nunca a las mujeres se nos ha regalado nada y que la anunciada comisión para el estudio del diaconado femenino, le fue arrancada por la Conferencia de Superioras Generales. Antes no había dicho nada sobre ese tema y respecto al sacerdocio de las mujeres, está claro que mantiene igual posición que los anteriores Papas.
Francisco mantiene el imaginario patriarcal que considera a María como modelo alternativo y subordinado al que debemos asimilarnos las mujeres y no pretender tomar a Jesús como modelo; y también comparte el esencialismo de la radical diferencia entre el varón y la mujer. La buena voluntad de Francisco pidiendo una teología femenina, nos mostró su ignorancia al respecto, porque ya desde los pasados años 70 surgió en Alemania no sólo una teología femenina, sino una teología feminista seriamente basada.
En resumen vemos en Francisco una ambigüedad entre sus indiscutibles buenas intenciones de incrementar el papel de las mujeres en la Iglesia, y su formación básica que parte de una visión teológica androcéntrica que no le ayuda a comprender las profundas reivindicaciones femeninas. Esta circunstancia hace que las importantes aportaciones del Papa en aspectos sociales y medioambientales, no tengan comparación con las realizadas en el tema de la mujer en general, aunque son valiosas sus aportaciones sobre el maltrato, abuso y pobreza femenina que son sin duda temas que le preocupan seriamente. Nos tememos que las reivindicaciones de las mujeres sean una vez más postergadas en función de conseguir otros objetivos
Mientras aguardamos esperanzadas a que las declaraciones se conviertan en actos de gobierno dentro de la Iglesia, opinamos como una teóloga coreana que mientras la Iglesia no se comprometa a fondo con los Derechos Humanos, las reivindicaciones sociales y la igualdad de la mujer, es difícil que pueda legitimar su mensaje evangélico.
Soñamos y reclamamos una Iglesia en que las mujeres seamos miembros de pleno derecho con suficiente presencia en los órganos consultivos, deliberativos y decisorios; en la que se nos reconozca la plena ministralidad en razón de nuestra consagración como bautizadas y desaparezca toda discriminación en función del sexo. Una Iglesia en la que la teología y la reinterpretación bíblica feminista pongan de manifiesto que el Evangelio no puede ser proclamado sin considerar también al discipulado femenino. Que sirva a la liberación de las mujeres y se abra al diálogo y cultura del feminismo en forma crítica y constructiva.
No queremos volver la tortilla sino la igualdad y justicia que elimine el antropocentrismo y patriarcalismo secular en la jerarquización, lenguajes y homilías, reconociendo la adultez de hombres y mujeres sin distinción sexual.
Seguimos siendo Iglesia y seguimos trabajando por ella aunque con frecuencia seamos invisibilizadas; porque nuestro derecho de pertenecer a ella no depende de que alguien nos lo otorgue, sino de sentirnos templos del Espíritu libre y creativo de Dios.
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Terminada la exposición de Pepa Torres, formamos grupos de trabajo para reflexionar tanto sobre sus aportaciones, como sobre la situación real en la que las mujeres se encuentran en nuestra Iglesia local. Posteriormente tuvimos con ella un animado coloquio que brevemente resumimos:
Se le pide amplíe lo dicho sobre el poder del no, respondiendo que el mismo Evangelio es el relato de una desobediencia radical de Jesús hacia el orden religioso-social de su época. La lectura del Evangelio desde los noes, deja al descubierto su fuerza y Santo Tomás ya declara la licitud de la desobediencia ante leyes injustas. Hoy tenemos que recuperar la cultura de la desobediencia civil, pero integrarla con un profundo discernimiento comunitario que es el que le da sentido y eficacia. Necesitamos practicar huecos y fisuras en la situación actual, pero no necesitamos héroes ni queremos víctimas, y a veces el silencio resulta subversivo. Tenemos mucho que aprender de los movimientos sociales y antisistema en esto, para discernir lo útil y lo que nos lleva al choque contra un muro; cuándo interesa la visibilidad y cuándo interesa más un lento trabajo de termitas. Por ejemplo no se visibiliza la existencia de mujeres ordenadas en EEUU e incluso son toleradas en Alemania fuera de órdenes religiosas. Sobre todo debemos recordar que la Iglesia es mucho más que su estructura institucional y que en ese mucho más hay una gran tarea por hacer.
Una curiosa intervención señala el hecho histórico de que todas las grandes religiones tienen en su origen a un varón como mensajero de lo divino (Buda, Abraham-Moises, Jesús, Mahoma…) ¿No serían las cosas distintas si la divinidad se hubiera encarnado en una mujer? Le responde Pepa que no debemos caer en el esencialismo de diferenciar radicalmente el sexo de las personas, ni en pensar en un tipo de cristología “descendente” es decir que Dios manda desde fuera a alguien sexuado en quien se encarna. Más bien debemos ver que en sociedades patriarcales, cuyo imaginario presenta al varón como la mejor imagen de lo divino, se encuentre en figuras masculinas el mensaje con autoridad que va buscando. Evidentemente sería distinto si tuviéramos la idea de un Dios con pechos, pero no ha sido así. Sin embargo en la primera Iglesia encontramos mujeres con autoridad -que ya citamos-, y ya Guillermina y Mainfreda defendían que Cristo se encarna en la naturaleza humana (varón y mujer), por lo cual también las mujeres representamos a Cristo, somos referentes de plenitud humana y podemos sin menoscabo alguno presidir las Eucaristías.
Se plantea seguidamente el problema de la fijación de un rol para cada sexo, y más en concreto la atribución a cada uno de ellos de unas funciones, poderes y responsabilidades. En la contestación a este tema se destaca la irrealidad da tal atribución, que es de carácter cultural, y las consecuencias limitadoras que tiene el paradigma patriarcal tanto para mujeres como para varones. También se resalta el esencialismo de la Iglesia en este aspecto, divinizando como pretendido “orden natural” algo que es el patrón cultural de una concepción patriarcal dualista de la realidad. ¿Cómo cambiar esto y que contenido darle a cada rol? Hay que tener claro el qué, el para qué, y el cómo. Es fundamental para ello el cuestionamiento de lo actual desde la perspectiva de género. En Jesús podemos ver en bastantes ocasiones transgresiones de género y desde ahí comprender que no podemos emplear generalizaciones, ni hay imposibilidad real para que se encuentre en un varón la delicadeza y el cuidado, o en una mujer la capacidad emprendedora y organizativa. La educación empezando desde la familia puede cambiar mucho las cosas, eliminando los machismos y los micromachismos -más numerosos y disimulados- que hoy existen; pero es esencial cambiar unas estructuras organizativas fuertemente masculinas, en las que tienen difícil encaje los valores considerados “femeninos”. Sin duda se está avanzando en una cultura del ser que sustituya a la patriarcal-dualista, pero Pepa se decanta más por una cultura basada en la dignidad y diversidad de los cuerpos -masculinos y femeninos- como imagen de Dios. Y piensa así porque cree que hay que rescatar la materialidad y carácter total de la Encarnación concreta y no desmaterializar este hecho.
Otro tema de fondo que surge es el del poder institucional y la resistencia de todas las estructuras a la cesión del poder, recurriendo a todo tipo de argumentos. Alguien plantea la sospecha de que si en la segunda venida de Cristo, éste se encarnara en una mujer, sería posiblemente calificada de ser el Anticristo. Suposiciones aparte, la consecución de igualdad para las mujeres tiene mucho que ver con su empoderamiento, pero Pepa resalta que ha de perseguirse con la base de un profundo discernimiento. Por ejemplo la reivindicación del sacerdocio de la mujer es un tema polémico entre los movimientos femeninos pues coexisten opiniones contrapuestas. Muchas queremos una Iglesia desclericalizada (otras no), y acceder a los espacios de poder, no para seguir manteniendo el sistema de poder organizativo masculino, clericalizado y jerárquico, sino para cambiar a otro modelo de Iglesia. Porque antes de reivindicar un determinado puesto, hay que discernir si sirve para cambiar o para servir de florero que justifique que nada cambie. Es evidente que las mujeres tienen que ocupar lugares con visibilidad y capacidad decisoria para cambiar la Iglesia, pero hay que discernir cuales y para qué. En la Iglesia anglicana que cuenta con mujeres ordenadas e incluso una mujer obispo, hay una fuerte discusión alrededor de este tema. Puede parecer que sólo queremos un trozo de pastel, pero hay pastel que muchas no queremos. Lo que deseamos es tener la posibilidad de decidirlo.
Alguien comenta que en la sociedad civil hay muchas nuevas posibilidades que las mujeres están consiguiendo ¿Por qué no resulta posible trasladar esta situación a la Iglesia Institución?. Este Papa habló de la posibilidad de nombrar a mujeres como cardenales (cargo que no precisa ordenación), pero el tema se ha silenciado. Tenemos que tener claro que no podemos depender de lo que haga el Papa; aunque podamos aprovechar su respaldo el trabajo principal es nuestro. En las comunidades que pudiéramos situar extramuros de la institución jerárquica, si se nota el avance hacia la igualdad de derechos: ya contamos con tres generaciones de teólogas, no es raro encontrar laicas que están anunciando la Palabra de Dios, profundizando en la teoría y práctica de la catequesis, o desempeñando funciones de responsabilidad. Los cambios de paradigma vienen siempre forzados desde fuera del paradigma y los puestos de poder no son los únicos que pueden hacerlo. Trabajar en todos los sitios en que se predica la fe, es lo más importante para cambiar el imaginario patriarcal predominante.
Finalmente se apunta el problema de la democratización de la Iglesia, tema que no había surgido todavía. Se opina que el nuevo paradigma a perseguir debe incluir esta democratización no sólo como objetivo sino como método para conseguirlo, porque tan importante es el qué, como el cómo democrático. Hay que reconocerle a los fieles de base sin distinción de sexo, al Pueblo de Dios, libertad para opinar y participar en la elección de sus pastores y en el desarrollo de su vocación y misión, como en los primeros siglos de la Iglesia, cosa que hasta el momento les es negada. Ya no queda tiempo para detenerse en esta cuestión tan fundamental a la que tanto teme la estructura institucional de la Iglesia. Tanto la considera un peligro que expulsa o anatematiza a cualquiera sea varón o mujer que intenta reivindicarla.
Hay algo que me llama la atención cuando desde la jerarquía se enfatiza sobre la masculinidad de Cristo. Cristo, humanamente, es hijo de María y no de José aunque este cuidaba de Jesús como si fuera su hijo. De hecho, la forma de Jesús es de varón pero la sangre que corre por sus venas es de mujer. Creo que Dios no hace cosas que no tengan un mensaje para nosotros y que este hecho tiene importancia y pido a Dios el poderlo interpretar según su voluntad