Suele ser un dilema que la gente en algún momento de su existencia se llega a plantear. ¿Por quién o por qué estaríamos dispuestos a morir? En el último suspiro del año pasado esta cuestión se situó en primer término de la actualidad, durante más de un mes, gracias a una mujer (Aminetu Haidar). Ella dijo que renunciaría a la vida si no se reestablecía una situación marcada por la injusticia. La decisión con la que Aminetu defendió su causa, poniendo en grave riesgo su vida, la convirtió en un símbolo muy potente de coherencia y entrega. Otras muchas personas han optado por esta vía. Y no pocas lo han hecho desde la fe en un Cristo que fue el primero en dar ejemplo.
“No hay amor más grande que dar la vida por los amigos”, dice Jesús en un pasaje del Evangelio de Juan. Él mismo amplía luego los destinatarios de la acción para dejarlo en el compromiso de dar la vida por todos los seres humanos, sean amigos o no. Este mensaje se convierte en una de las formas más hermosas de expresar que un compromiso radical con el amor fraterno supone, también, asumir las consecuencias de una coherencia que no está de moda hoy en día. No tratamos de ennoblecer el martirio, aunque a menudo se les califica como tales. A quienes nos vamos a referir en el siguiente reportaje es a personas que eran excepcionales ya antes de elegir este camino: los jesuitas de El Salvador, Aminetu Haidar o Lydia Cacho (periodista mejicana defensora de los derechos humanos) y tantos otros no tenían necesidad de jugarse la vida para ser reconocidos. Pero lo hicieron. Y esa decisión ensancha su leyenda.
Protestas pacíficas
En todos los casos se trata de gentes que han buscado modos de protesta pacífica: los símbolos, la palabra, los medios de comunicación. Son más mujeres que hombres. Hay quienes sólo la arriesgan. Otras y otros la pierden. No porque sean suicidas. No tienen nada que ver con aquellos que se inmolan a lo bonzo. O con quien se carga de explosivos y en nombre de su dios mata a los que no rezan como él.
Aunque a quienes más se recuerda es a los que, por una u otra razón, han saltado a los medios de comunicación, otros muchos seres excepcionales optan voluntaria y conscientemente por el camino más difícil. En España tenemos miles de ejemplos. Ya lo contaba Cristina Ruiz, compañera de alandar, hace algunos números cuando se refería en un artículo a los hombres y mujeres que en nuestro país toman la decisión de irse al Sur empobrecido del planeta de misiones o a trabajar en un proyecto de cooperación. “No es mayoritaria, pero sí frecuente”, decía “la voluntad de entregar una parte de nuestro tiempo y vida a los demás. Cambiar las estructuras injustas, ponerse del lado de quienes más sufren, ir a trabajar por unos meses, años o durante toda la vida a alguno de esos países olvidados de los telediarios, a convivir con los más pobres del planeta. Son muchas las personas que toman esta decisión. Concretamente, sumando datos de unas fuentes y otras, hay unos 15.500 españoles y españolas que desempeñan distintas tareas distribuidos por África, América y Asia.”. Las personas que lo hacen desde el impulso de la fe, en ocasiones, no son entendidas y no pocas veces criticadas. Cristina deja las cosas claras: “Los misioneros y misioneras, al igual que los cooperantes profesionales, dan su vida y su tiempo por los más pobres, e incluso arriesgan su vida permaneciendo en situaciones de conflicto bélico o en campos de refugiados, porque es donde son más necesarios. Tanto un colectivo como otro son dignos de homenaje y admiración. O, en cualquier caso, las personas que desarrollan una actividad misionera no deberían de ser objeto de menoscabo o desprecio por parte de corrientes secularizadoras o aconfesionalistas. Los misioneros y misioneras son muchos más que las y los cooperantes profesionales en número y están más extendidos por el mundo”.
Muerte en El Salvador
Segundo Montes, filósofo, docente, sociólogo y sacerdote jesuita español, nacionalizado salvadoreño, nació en Valladolid en 1933. Después de formarse en Europa decide viajar a América Latina. En 1950 pisó El Salvador por primera vez y ya no pudo abandonarlo jamás. Desde principios de la década de los 80, Montes realiza labores de trabajo social entre los desplazados y refugiados, víctimas de la Guerra Civil de El Salvador. En varias ocasiones viajó a Washington para testificar en comités del Congreso de Estados Unidos en defensa de los derechos de los refugiados salvadoreños. Con esta trayectoria de compromiso en la denuncia de la injusticia, las posibilidades de convertirse en un mártir aumentaron enormemente. Y él lo sabía perfectamente.
Al igual que los otros jesuitas que trabajaban en la UCA, Montes comenzó a recibir amenazas de muerte y a ser señalado públicamente como «izquierdista» y «subversivo». Las amenazas se materializaron, el 16 de noviembre de 1989, cuando Segundo Montes y 5 compañeros jesuitas (Ignacio Martín Baró, Amando López, Juan Ramón Moreno, Joaquín López y López e Ignacio Ellacuría), así como Elba Julia Ramos, que trabajaba en la comunidad, y su hija Celina, fueron asesinados por un comando de la Fuerza Armada de El Salvador, dentro del campus de la UCA.
La muerte de Montes y sus hermanos y hermanas no fue en vano. Su caso sirvió entonces para que se denunciara internacionalmente un régimen militar asesino. En junio de 2009 el Frente Farabundo Marti de Liberación Nacional (FMLN) accedió a gobernar El Salvador tras ganar en las elecciones. Unos meses antes, la Audiencia Nacional española reabrió el caso de la matanza de los jesuitas y ordenó el procesamiento a 14 militares salvadoreños. Así se vieron obligados a viajar a para declarar en Madrid dos magistrados de la Corte Suprema, algo impensable para quienes viven allí. El presidente Funes del país condecoró después a los jesuitas en un acto con gran valor simbólico.
Gustavo Martín Garzo, escritor vallisoletano ganador del Premio Nadal y del Nacional de Literatura, se acaba de embarcar en la apasionante tarea de escribir sobre la vida y muerte de Segundo Montes. “En este relato voy a tratar de contar la vida de Santiago Montes; una vida tan marcada por esa vocación que él tenía desde que era muy niño, no por ser sacerdote, sino por ser misionero», explica Martín Garzo. “Quiero entrar en ese enigma de esas vidas que se ponen al servicio de los más necesitados en un mundo como el nuestro tan marcado por el individualismo. ¿Qué decisión lleva a alguien a entregar su vida por los demás?”, se pregunta el escritor vallisoletano.
Contra el feminicidio
Lydia Cacho, periodista mejicana que ha dedicado su vida a denunciar la corrupción criminal en su país, es otro caso de cómo la determinación de una mujer es capaz de derribar estructuras que parecían inamovibles. El periodista Roberto Saviano, autor de Gomorra, (otro caso excepcional) ha calificado a Lydia como “un ejemplo para el periodismo en todo el mundo”.
Cacho escribió en 2005 ‘Los demonios del Edén’, un libro en el que se vinculaba a personalidades de la vida pública de México y a empresarios estadounidenses con una red de pederastia y pornografía infantil. Con su publicación se desató un escándalo político en México, y Cacho fue sometida a una campaña de presión muy fuerte con denuncias por difamación y calumnias, así como con amenazas de muerte para ella y para el equipo que la apoyaba en la investigación realizada. En diciembre de 2005 fue detenida en Quintana Roo por policías de Puebla que la condujeron encapuchada a ese Estado. Durante el trayecto, la periodista y defensora de los derechos humanos fue torturada psicológicamente y amenazada de muerte.
Esta mujer excepcional también se ha implicado desde hace más de una década en la denuncia del feminicidio que desde 1993 se está produciendo en Ciudad Juárez. Allí, en medio de la más absoluta impunidad, han sido asesinadas casi medio centenar de mujeres sin que se haya condenado hasta la fecha a un solo culpable.
En una sentencia histórica, hecha pública el pasado mes de diciembre, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, con sede en Costa Rica, declaró culpable al Estado mexicano por ocho feminicidios cometidos en Ciudad Juárez (México). La sentencia da respuesta a una denuncia de Irma Monreal por la desatención de las autoridades mexicanas ante la desaparición y muerte de su hija de 15 años en Ciudad Juárez en el año 2001. Es la primera condena dictada sobre este caso flagrante de impunidad y crimen. La Corte ha sido contundente: el Estado debe reparar los daños y encontrar y castigar a los culpables. Cuando conoció la noticia, Lydia Cacho, que estaba en Canadá recibiendo el prestigioso premio PEN, se echó a llorar.