¿Somos tolerantes los cristianos? ¿Sabemos convivir con quienes no comparten nuestra fe o, directamente, con quienes no tienen fe? El pasado verano se desataron en nuestro país las proclamas a favor de la libertad religiosa. Coincidieron con la visita del papa y de multitudes católicas a las que se concedieron locales públicos como alojamiento, exenciones fiscales y bonificaciones en el transporte, de modo que era evidente que la libertad de los católicos estaba más que garantizada. Otra cosa fue el respeto a la libre expresión de quienes deseaban hacer oír de forma pacífica una opinión contraria al gasto de recursos públicos en un evento confesional. Todavía resuenan los insultos.
Quienes desean llevar su vida al margen de las estructuras religiosas lo tienen difícil para encontrar su sitio. Hace ya muchos años que es posible casarse por lo civil en nuestro país y cada vez es menor la presión social. Pero todavía en ocasiones el concejal de turno desarrolla toda la ceremonia en torno a un texto de San Pablo, ante la perplejidad de los contrayentes que, quizá ya puestos a que la ceremonia se convirtiera en religiosa, hubieran preferido un buen profesional. Es aún más difícil con las despedidas. Todos los tanatorios tienen capilla –católica, por supuesto- pero es muy difícil encontrar un lugar donde realizar una despedida civil. Y, en muchos casos, la familia de un difunto ateo que ha expresado su deseo de marcharse de este mundo tan civil como vivió, se las ve y se las desea para esquivar los crucifijos omnipresentes en el ataúd, la sala y todos los adornos.
Por no hablar de las personas convocadas a participar en eventos familiares o amistosos acompañados de ceremonias tradicionales católicas. Evidentemente, en estas ocasiones se encuentran personas de diferentes creencias y no creencias. Son las típicas circunstancias (la boda de un familiar, la comunión de un sobrino, el funeral de una persona querida) en las que no se está por adhesión o interés en el hecho religioso. Se está para acompañar a sus amigos y familiares en un momento especial, o delicado. Y esta situación, paradójicamente, no se tiene en cuenta: el oficiante da por hecho que hay que hacer lo de siempre y hace sufrir a quienes le escuchan con atención. Los no creyentes se sienten excluidos por las palabras y actitudes del oficiante, mientras los creyentes sienten que aquel está excluyendo a una parte importante de la familia porque no son “de los nuestros”. Claro que, quizá, en estas ceremonias el oficiante da por hecho que no le estarán escuchando con atención y los invitados procuran no hacer mucho caso de lo que se dice, por costumbre y para no llevarse disgustos. En general, unos y otros salen con sus prejuicios bien confirmados.
Y, frente a estas situaciones cotidianas, hay cristianos de a pie y personas consagradas que cada día están presentes en entornos donde la fe no es compartida, conviviendo en pie de igualdad, sin intención de proselitismo. Hay también personas ateas o agnósticas que se preocupan por buscar valores compartidos con personas de otras confesiones. Con la capacidad de percibir la riqueza que aportan distintas experiencias de vida, distintas opciones y creencias.
Unos y otros son capaces de abrir las ventanas, ponerse en el lugar del otro y “cantar en tierra extraña”, como reza una de las secciones de alandar. Y todas esas personas que prefieren convivir y dialogar a reafirmarse en sus prejuicios, de uno y otro lado, son motivos de esperanza. A ellas les dedicamos este mes nuestro tema de portada.
Al encuentro de la increencia
Bonita reflexión, ciertamente. Los cristianos debemos dar testimonio y ejemplo, no tanto intentar dar lecciones ni querer demostrar a los no creyentes lo equivocados que están. El amor al prójimo empieza por respetarle, aunque piense diferente a nosotros.