La actuación de Joseph Ratzinger/Benedicto XVI en la cuestión de la crisis desatada por la salida a la luz de miles de casos de abusos sexuales a menores en la Iglesia católica está llena de claroscuros. Si como Papa reconoció la gravedad del problema, calificándolo como “la mayor crisis de la Iglesia católica desde la Reforma Protestante”, como responsable de la Congregación para la Doctrina de la Fe hizo poco por atacar la gravedad de una crisis de la que se tenía evidencia desde, al menos, los años ochenta.

Su actuación en el caso Maciel resume las contradicciones del entonces cardenal Ratzinger. A raíz de las denuncias públicas de ex legionarios contra el fundador de la congregación a finales de los noventa, el prefecto comenzó a investigarle, pero las presiones del poderosísimo cardenal Angelo Sodano le obligaron a detener las averiguaciones.
Cuando en 2002 un periodista norteamericano de la cadena de televisión ABC le abordó en la calle y le preguntó por el caso, Ratzinger, un generalmente apacible teólogo, reaccionó con cierta rabia y, apartando el micrófono de un manotazo, le espetó: “vuelva a mí cuando llegue el momento, no ahora”.
A finales de 2004, Ratzinger decidió que había llegado la hora de romper el voto de silencio en torno al fundador de los legionarios de Cristo. El factor principal que hacía posible esta decisión era la menguante salud del papa Juan Pablo II, que agonizaba delante de las cámaras desde hacía meses.
La investigación se desarrolló mientras en Roma esa agonía llegaba a su fin. Debido a la enfermedad del Papa polaco, el cardenal alemán le sustituyó en el tradicional Vía Crucis del Viernes Santo del año 2005. Ratzinger aseguró, en un momento del camino penitencial: “¡Cuánta suciedad hay en la Iglesia! Incluso entre aquellos que, por el sacerdocio, deberían pertenecer enteramente a Cristo”.
En mayo de 2006, con Ratzinger ya convertido en Benedicto XVI, el Vaticano anunció en un comunicado que, tras examinar los hallazgos de la investigación, la Congregación para la Doctrina de la Fe, había decidido, teniendo en cuenta la edad avanzada de Maciel (86 años) y su frágil salud, no iniciar un proceso canónico e invitarle a “una vida reservada de oración y penitencia, renunciando a todo ministerio público”.
Posiblemente, uno de los momentos de más dramatismo en la historia de Benedicto XVI y los abusos sexuales de menores dentro de la Iglesia católica tuvo lugar el 19 de marzo de 2010 cuando, tras las dramáticas revelaciones contenidas en los informes Ferns, Murphy y Ryan, que confirmaban miles de casos en la católica Irlanda, Benedicto XVI publicaba su Carta Pastoral a los Católicos de Irlanda, en la que se mostraba totalmente desolado por la extensión de la crisis.
“Comparto la desazón y el sentimiento de traición que muchos de vosotros habéis experimentado al enteraros de esos actos pecaminosos y criminales y del modo cómo los afrontaron las autoridades de la Iglesia en Irlanda”, afirmaba, para luego añadir, triste y proféticamente: “Que nadie se imagine que esta dolorosa situación se va a resolver pronto. Se han dado pasos positivos, pero todavía queda mucho por hacer”.
El papado de Benedicto XVI marcó una diferencia con el de su predecesor, Juan Pablo II, en lo que se refiere a la manera en que la Iglesia debía enfrentar los abusos de menores. Mientras que el Papa polaco apenas se refirió al tema en un par de ocasiones y dejó pasar por alto casos graves sobre los que se acumulaba cada vez más evidencia, Benedicto XVI fue el primer Papa en reunirse con víctimas de abusos en encuentros que, por mucho que la diplomacia vaticana hubiese preparado, no dejaban de ser momentos extremadamente delicados.
Para muchos, su Carta pastoral a los católicos de Irlanda demuestra cómo el escándalo de los abusos a menores en la Iglesia Católica realmente le turbaba. No fue esta la única vez que habló sobre el tema. Durante su viaje en abril de 2008 a Estados Unidos –la primera visita de un Sumo Pontífice al país desde el escándalo de 2002 a raíz de las revelaciones de The Boston Globe– se refirió en numerosas ocasiones al tema, declarándose profundamente avergonzado y reconociendo que la Iglesia había respondido de forma pésima a la crisis.
En julio de ese mismo año visitó Australia, otro de los países más castigados por la crisis de la pederastia, para participar en la Jornada Mundial de la Juventud. Allí calificó los abusos de delitos que constituyen una grave traición a la confianza y deben ser llevados ante la justicia. Al mismo tiempo, aseguró que las víctimas debían recibir compasión y asistencia y que era una prioridad urgente promover un ambiente más seguro y más sano dentro de la Iglesia, especialmente para los más jóvenes.
Meses más tarde, en un vuelo con destino a Fátima, el Papa descartó, a diferencia de muchos otros eclesiásticos, la idea de que la crisis de los abusos era fruto de una conspiración mediática. “La mayor persecución de la Iglesia no procede de los enemigos externos, sino que nace del pecado en la Iglesia”, aseguró.
Además de estos pronunciamientos públicos, Benedicto XVI mantuvo al menos cinco encuentros con víctimas de abusos sexuales a manos de sacerdotes o religiosos cuando eran menores de edad. En abril de 2008 se encontró por primera vez con un grupo de ellos en la nunciatura de Washington. Durante una visita a Malta en abril de 2010, año en que los escándalos de abuso sexual de menores arreciaban, Benedicto XVI mantuvo un encuentro con ocho víctimas de abuso en la nunciatura apostólica. Las víctimas aseguraron después a la prensa que el Sumo Pontífice les escuchó con lágrimas en los ojos.
Bajo el papado de Benedicto XVI se comenzaron a adoptar medidas para lidiar con la crisis de manera global. En mayo de 2011 la Congregación para la Doctrina de la Fe emitió una carta instando a las conferencias episcopales a aprobar protocolos de actuación ante los casos de abusos que incluyesen procedimientos adecuados tanto para asistir a las víctimas como para garantizar la efectiva protección de los menores.
La carta emplazaba a las Iglesias locales a colaborar con las autoridades civiles en el esclarecimiento de los hechos, asegurando que “el abuso sexual de menores no es solo un delito canónico, sino también un crimen” y afirmaba la necesidad de tratar a las personas que denunciaran con respeto, ofreciéndoles asistencia espiritual y psicológica.
En febrero de 2012 se celebró en la Pontificia Universidad Gregoriana el simposio Hacia la sanación y la renovación. El evento tenía como objetivo que líderes de la Iglesia venidos de todas las partes del mundo hasta Roma relanzasen su compromiso con la salvaguardia de los menores. El programa del encuentro de cuatro días incluía ponentes de todas las partes del mundo “para mostrar la dimensión global de problema” de la pederastia en la Iglesia y el testimonio de víctimas de abuso.
La implicación de Benedicto XVI en la lucha contra la pederastia y otros males que afectaban a la Iglesia tuvo, en opinión de muchos, un coste de desgaste personal que contribuyó a su renuncia al Pontificado, que anunció un 11 de febrero en el curso de un consistorio menor –una reunión de los cardenales que residen en Roma– convocada en teoría para anunciar tres nuevas canonizaciones. Al final del acto tomó la palabra y, en latín y en tono monocorde, sorprendió a los cardenales allí reunidos con las siguientes palabras: “después de haber examinado reiteradamente mi conciencia ante Dios, he llegado a la certeza de que, por mi avanzada edad, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio papal.
El 28 de febrero de 2013, pasados unos 15 minutos de las 17 horas, Benedicto XVI se despedía del secretario de Estado Angelo Sodano en el helipuerto de los Jardines Vaticanos y montaba en el helicóptero que el Gobierno de Italia había puesto a su disposición para trasladarle a Castelgandolfo, una localidad a unos 30 kilómetros al sur de Roma en la que se encuentra la residencia de verano del Sumo Pontífice. La aeronave sobrevoló la Ciudad Eterna mientras las campanas de las iglesias de la ciudad despedían al primer Papa moderno que renunciaba a la sede de Pedro.
Habían pasado casi ocho años desde aquella famosa intervención en el Vía Crucis de Viernes Santo en la que el entonces cardenal Ratzinger aseguraba que la Iglesia estaba llena de suciedad. Pese a los esfuerzos hechos para limpiarla, Benedicto XVI dejaba atrás una institución que seguía en muchos sentidos chapoteando en el fango.