Migración y desplazamiento forzado desde la Teología de la Liberación

Leo Guardado. Foto: Parroquia de St. Francis de Sales, NY

Leo Guardado nació en El Salvador y con 9 años huyó a California con su familia. Su propia experiencia sirve de base a este artículo, centrado en la consideración teológica de los desplazamientos forzados y del fenómeno migratorio. Con su artículo concluimos la serie dedicada a la Teología de la Liberación. Han sido 8 entregas, con motivo del 50 aniversario de la publicación del libro homónimo de Gustavo Gutiérrez, que han recogido, desde diferentes enfoques, la aportación decisiva de este gran teólogo peruano a la comprensión cristiana del mundo y a la labor de la Iglesia en él desde la perspectiva ineludible de los pobres. Todas las aportaciones se presentaron en un Seminario Internacional celebrado en línea en octubre del 2021 y han sido publicadas en el número 264 de la revista peruana Páginas, a la que agradecemos que nos haya permitido ofrecer un resumen amplio de cada artículo.

Hay tres puntos que Gustavo considera básicos para la Teología de la Liberación: 1) el punto de vista de los pobres; 2) el quehacer teológico; 3) el anuncio del reino de vida. Seguiré este formato para reflexionar sobre una de las realidades más urgentes y apremiantes que marcan nuestra comunidad global: el desplazamiento forzado. Como todos sabemos, la migración y el desplazamiento forzado son principales preocupaciones del papa Francisco pues, como un prisma, esta realidad ilumina otros desafíos que se entrecruzan. Así es que, aunque me enfocaré en el desplazamiento forzado, hay que mantener en mente la relación con otras realidades: el cambio climático y las inundaciones o desertificaciones; la cultura del machismo y feminicidio; la persecución y el asesinato de comunidades transgénero, niñas y niños que son forzados al crimen organizado; el hambre de cada día… y más.

El desplazamiento forzado no expresa necesariamente una realidad nueva en la historia, ni una nueva presencia en la Teología de la Liberación; pero la magnitud de esta realidad, que ya se acerca a los 90 millones de desplazados en el mundo, nos invita a un proceso de contemplación, de escuchar, ver, tocar… para seguir haciendo teología a su luz, y proclamando al Dios de la vida, que quiere que todos tengan vida. Desde la perspectiva de los pobres desplazados y perseguidos por todo el mundo quiero pensar con ustedes en este momento  de compromiso.

TESTIMONIOS ENCARNADOS

Ernesto y Vicente, dos migrantes centroamericanos – dos poetas sociales, para usar una frase reciente de Francisco –, tuvieron la oportunidad de expresar su realidad en una Casa del Migrante en Coahuila, México,

¿En qué momento la masacre se convirtió en una aburrida noticia para la gente?

Señor, déjame ir contigo y cruzar las fronteras del mundo.

Señor, aún no tengo ni visa ni pasaporte.

Señor, llévame contigo al cielo, soy un migrante, no me cobres cuota.

Señor, ayúdame.

Nuestro camino es una cacería sangrienta.

Nuestra sangre cubre las tierras mexicanas.

Nuestro destino, un secuestro y dolor para nuestras familias.

Señor, aún no tengo ni visa ni pasaporte.

Señor, llévame contigo al cielo, soy un migrante, no me cobres cuota.

Señor, llévame en un tren rumbo al cielo y no me preguntes si tengo visa, no me asaltes, no me golpees, ¡sólo eso te pido!

Como un salmo bíblico, las palabras de Ernesto y Vicente nos llevan a la frontera de la vida y la muerte, donde la fe es a la vez agonía y esperanza, donde se cuestiona el sentido mismo de la existencia, donde, sin embargo, se aferran a un Dios que los puede liberar de una existencia infernal.

Hace 30 años, cuando mi madre y yo huíamos de una guerra en la que  los niños servían como soldados desechables, mi madre repetía una oración que, al igual que nosotros, se desplazaba por el continente. Es una oración que mi bisabuela le enseñó a rezar en momentos de gran peligro. Una y otra vez, en el camino decía: “Detrás de un cedro dichoso estaban Cristo y Francisco. Francisco le dijo a Cristo: ‘Ahí vienen los enemigos’. ‘Déjalos que lleguen, Francisco’, le dijo Cristo, ‘que su vista la traen vendada. Tu cuerpo no será tocado, tu alma será santa y salvada”. Estos repetidos actos de habla, palabras santas que efectúan lo que dicen, eran un anhelo de protección y un  pozo espiritual del que extraía la necesaria quietud interior para enfrentarse al terror.

En un viaje hacia el norte que entonces y ahora está atravesado por una violencia inimaginable, la oración pedía que no nos vieran, que no tocaran nuestros cuerpos, que no corrompieran  nuestras almas. Era una oración para sobrevivir, para la vida en medio de la muerte, para la salvación histórica. Era una petición para que los que viven de la existencia y comercialización de las fronteras y de los que las cruzan, tengan los ojos vendados para que no vean a los que son considerados enemigos, simplemente, por estar obligados a encontrar la vida en otra parte de la tierra de Dios. En su libro sobre el sufrimiento del inocente, Gutiérrez subraya que toda la tierra pertenece a Dios y, por la gratuidad de Dios, está destinada a sostener toda la vida, especialmente la de los pobres. Esta perspectiva nos desafía a seguir luchando contra la privatización de la tierra.

Los desplazados forzosos no solo rezan en el camino, son una oración encarnada en el camino, un testimonio en la carne que atraviesa el árido paisaje de la humanidad con sueños y visiones de otro mundo en esta historia. Su misma presencia es un signo escatológico del futuro que viene hacia nosotros y que se está forjando más allá de fronteras, y también del Dios que fielmente planta su tienda con ellos  en su viaje.

EL QUEHACER TEOLÓGICO

Estas comunidades desplazadas que están en camino iluminan un proceso radical de recreación del mundo y de la humanidad que está  teniendo lugar. Gutiérrez tiene claro en Teología de la Liberación que el proceso histórico de recreación del mundo forma parte del horizonte de la salvación, pues hay un solo destino humano, una sola historia. Escribe: “La salvación – iniciativa total y gratuita de Dios, comunión de hombres y mujeres con Dios y entre ellos – es el resorte íntimo y la plenitud de ese movimiento de autogeneración del ser humano, lanzado inicialmente por la obra creadora”. Y continúa: “Luchar contra una situación de miseria y despojo y construir una sociedad justa es insertarse ya en el movimiento salvador, en marcha hacia su pleno cumplimiento”. Las personas y comunidades desplazadas manifiestan su derecho a la vida en una sociedad global que sigue reprimiéndolas violentamente. La voluntad interminable de vivir, enfrentar y rechazar las fuerzas de la muerte es lo que Gutiérrez llama “caminar según el Espíritu”.

Este caminar según el Espíritu es el tipo de santidad encarnada que,  también, se revela en las madres de los migrantes desaparecidos, que cada año realizan un viaje hacia el norte desde Centroamérica con la  esperanza de localizar a sus hijas e hijos que tuvieron que huir y de los que nunca se volvió a saber. Su rechazo colectivo a dejar de buscar a sus hijos e hijas es un eco de esa trágica y santa tradición que sobrevive en las escrituras judías y cristianas: la de Raquel llorando por sus hijos y pueblo exiliado y deportado, negándose a ser consolada (Jeremías 31,15).

En su documento para el Día de Migrantes y Refugiados, Francisco comienza su mensaje con el deseo de señalar un horizonte claro para    nuestro camino común en este mundo, que pueda evitar lo que él llama una “autopreservación egoísta” a costa de los “otros” que bus can la vida. Habla de un horizonte de salvación que está marcado por un “nosotros” al principio y un “nosotros” al final, con el misterio  de la muerte y resurrección de Cristo en el centro de esta historia. Como Cristo, el presente de esta historia está, en sus palabras, “roto y fragmentado, herido y desfigurado”, y esto creo que es válido no solo  para la sociedad en general, sino también para la comunidad de la Iglesia. ¿Quién paga el precio de los nacionalismos e individualismos  radicales que marcan nuestra vida eclesial? Sencillamente, esos que  llamamos “otros”.

Una Iglesia marcada más por el nacionalismo que por la universalidad ya no es una Iglesia católica. Lamentablemente, aquí, en Estados Unidos, estamos viviendo el peligro de convertirnos en una Iglesia de  Estados Unidos, en lugar de una Iglesia en Estados Unidos, una Iglesia al servicio de la idolatría de la seguridad nacional en lugar de estar en comunión con las víctimas que sobreviven la violencia estatal. Lo que no comprendemos una y otra vez es que lo que se reúne por miles en las fronteras, y quizás en un futuro próximo por decenas de  miles o cientos de miles, es el referente de la Iglesia, sin el cual ella    se vuelve ininteligible, sin sentido, una curiosa rareza de la historia, una comunidad que dejó de creer hace tiempo en la encarnación de Dios entre los pobres.

Hace cincuenta años, Gustavo nos puso en sintonía con la necesidad de hacer exégesis de la Escritura, de los documentos eclesiásticos y  de la propia realidad, desde la praxis, participando en los acontecimientos de la historia en los que ya están presentes las promesas escatológicas que abren posibilidades para discernir el camino que hay  que seguir en la fe. Mientras siguen surgiendo fronteras y muros en el mundo, tanto externos como internos, es imperativo que aprendamos a pensar y vivir desde el otro lado, subversivamente, como dice Gustavo. Leer la realidad desde la perspectiva de aquellos cuyas vidas dependen del derribo de los muros genera posibilidades creativas que desafían los fundamentos mismos de los estados-nación modernos y su pretensión de poder soberano. Permítanme hacer referencia a un  momento de la historia de Estados Unidos en el que las comunidades eclesiales hicieron exégesis de la realidad de su tiempo y comenzaron a forjar una comunidad más allá de fronteras.

En la década de los 80 se produjo un fenómeno que comenzó en las  tierras fronterizas de Arizona, cerca de la frontera con México, y se extendió por todo el país. Al principio se denominó como un ministerio de asilo (en inglés se llama sanctuary movement movimiento santuario–). Comenzó con algunos ciudadanos que abrieron sus casas a los centroamericanos –sobre todo salvadoreños y guatemaltecos– que estaban apareciendo en el desierto fronterizo. Continuó con algunas iglesias de varias tradiciones y con templos judíos en los que se alojaban y los trasladaban fuera de las tierras fronterizas a otras iglesias y templos del interior del país, que podían acompañarlos mientras solicitaban asilo. Sin embargo, como el Gobierno devolvía a los centroamericanos sin darles la oportunidad de solicitar asilo, y como  a los que lo solicitaban se les denegaba sistemáticamente, las comunidades fronterizas empezaron a desarrollar una red de conventos, monasterios, iglesias, catedrales, albergues y casas particulares que se extendía desde Tapachula, en el sur de México, hasta Canadá. A través de esta creativa red eclesial transfronteriza, los solicitantes de asilo fueron cruzados a Estados Unidos y protegidos en comunidades  eclesiales hasta que pudieran solicitar asilo con seguridad, bajo un Gobierno que pudiera reconocer la verdad de su realidad. Desgraciadamente, sólo unos pocos obispos católicos apoyaron públicamente este ministerio, que duró cerca de una década, pero el pueblo de Dios que, como Gustavo y otros nos recuerdan, es un sacramento de salvación, estuvo dispuesto a pagar el precio de su testimonio de fe.

UNA IGLESIA POBRE Y PARA LOS POBRES, DESPLAZADOS Y PERSEGUIDOS

La realidad del desplazamiento forzado nos invita a un horizonte teológico para imaginar creativamente más allá del estancamiento eclesial en el que nos encontramos, donde las fronteras del estado-nación parecen convertirse naturalmente en las fronteras de la Iglesia también. Soñar y tener visiones de una Iglesia que comunique la salvación de   manera comprensible requiere una lógica eclesial diferente, que no refleje el Estado-nación y sus fronteras, sino la comunión de Dios y la  humanidad. Las palabras de Gustavo de hace 50 años, de que “ofrecer comida y bebida hoy es una acción política”, adquieren un nuevo significado en un país como Estados Unidos, en el que dar comida, agua y refugio a los migrantes que cruzan el desierto puede significar  20 años de cárcel por conspirar contra el Estado. Si dar comida y agua es un acto político, también es un acto salvífico: literalmente, salva. Pero, ¿hasta qué punto aceptará la Iglesia el conflicto que supone dar comida y agua, e incluso refugio y protección contra la persecución del Estado? El futuro nos dirá.

Uno de los muchos regalos que nos hizo Gustavo hace cincuenta años fue su capacidad para situar la realidad del conflicto y la confrontación dentro del seguimiento de Jesús. No tenía dudas de que la conversión  requería una ruptura, y dice que “quererla hacer sin conflictos es engañarse y engañar a los demás”. Lo citaré extensamente porque sus palabras captan muy bien lo que está en juego para la Iglesia 50 años después, cuando intentamos responder a una nueva presencia en la  historia desde la perspectiva de la Teología de la Liberación. Sobre la conversión dice: “Se trata de una ruptura con nuestras categorías mentales, con la forma de relacionarnos con los demás, con nuestro  modo de identificarnos con el Señor, con nuestro medio cultural, con nuestra clase social, es decir, con todo aquello que trabe una solidaridad real y profunda con aquellos que sufren, en primer lugar, una situación de miseria e injusticia. Solo así, y no en pretendidas actitudes puramente interiores y espirituales, surgirá la “humanidad nueva” de entre los escombros de la “humanidad vieja”. Además, podemos  decir que solo así surgirá una “nueva Iglesia” de los escombros de la “vieja,” en la que seamos capaces de encontrar y compartir la paz de  Cristo en medio del conflicto.

La Iglesia está llamada a la conversión, no lejos de los conflictos y enfrentamientos, sino en medio de ellos, con el sabor y el saber de todos los que luchan por la vida. Es bien sabido que allí donde la Iglesia se acerca a los pobres, también se convierte en objetivo de una represión brutal. Pero si queremos tener una Iglesia creíble no puede  dejar de existir siempre en esa frontera entre la vida y la muerte, don de se encuentra la santidad. La valentía de seguir a Jesús requerirá recordar y hacer “presente” a los muchos que ya han dado su vida por amor en toda América Latina, algunos conocidos por nosotros, pero la mayoría desconocidos. Ellos, desfigurados por la violencia, sólo serán reconocidos por Dios, para quien los vivos y los muertos están siempre “presentes”.

En la conclusión de Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente, Gustavo presenta una versión de la pregunta que aparece en todos sus escritos, la pregunta que ha guiado su vida: “¿Cómo proclamar la resurrección del Señor allí donde reina la muerte, en particular la de niños, mujeres, pobres e indígenas, la de ‘insignificantes’ de nuestra sociedad?”. Cada respuesta a esta dolorosa pregunta debe tener su propio acento, pues debe responder a los contornos de la muerte y la vida en cada tiempo y lugar concreto. En el fondo, la pregunta es una  invitación gratuita que toda persona y comunidad que desea seguir a Jesús debe afrontar.

Puede visionarse la conferencia del autor en el Instituto Bartolomé de las Casas aquí:

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