Ley de cambio climático. Una ley corta para un problema largo

Desde el pasado mayo, ya tenemos ley de cambio climático, aunque tal vez no la que toca, sino una que responde más al mundo que había cuando empezó su larga gestación que al actual. Una ley de patitas demasiado cortas para un problema de largo recorrido.

Más de cinco años después del Acuerdo de Paris, tras un largo camino y varios retrasos, el pasado mayo entró en vigor la Ley de Cambio Climático y Transición Energética (LCCTE). ¿Es la que necesitamos? Para ello debería cumplir con dos objetivos. Por una parte, afrontar la crisis climática en el país europeo más vulnerable a sus efectos destructivos: el 20% del territorio español ya se considera desértico y un 75% está en riesgo de sufrir desertificación en este siglo. Ocupamos el puesto 28 a nivel mundial en estrés hídrico, lo que significa que hay más demanda de agua de la cantidad de la que disponemos. Por otra, transformar nuestro modelo productivo desde la raíz, puesto que está en la raíz de tal crisis. De una detenida lectura parece desprenderse que aborda el primero con luces y sombras, con insuficiencias y dejando interrogantes abiertos, mientras que el segundo objetivo queda bastante al margen.

El último informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), publicado el pasado agosto, revelaba que se observan cambios en el clima en todas las regiones de la Tierra y en el sistema climático en su conjunto. “Muchos de los cambios observados en el clima no tienen precedentes en miles, si no en cientos de miles de años, y algunos de los cambios que ya se están produciendo, como el aumento continuo del nivel del mar, no se podrán revertir hasta dentro de varios siglos o milenios”. El informe concluye que, a menos que las emisiones de gases de efecto invernadero se reduzcan de manera inmediata, rápida y a gran escala,  limitar el calentamiento a cerca de 1,5ºC o incluso a 2ºC será un objetivo inalcanzable. La pregunta es si esta ley será útil en este sentido.

Ilustración de Juan Carlos Prieto

Comencemos por la cara. La LCCTE tiene aspectos positivos. Uno muy relevante es que, para poner fin a nuevas explotaciones fósiles y nucleares, suprime nuevas autorizaciones de exploración en este terreno. Respecto a nuevas instalaciones de producción de energía eléctrica a partir de fuentes renovables, se establecen zonas de sensibilidad y exclusión por su importancia para la biodiversidad. Además, parte de la riqueza que generen estas instalaciones revertirán en el propio territorio. También en lo que a protección de espacios se refiere, acaba con la prolongación de las concesiones establecidas por la Ley de Costas.

En los municipios de más de 50.000 habitantes se delimitarán zonas de bajas emisiones antes de 2023. Las estaciones de servicio a partir de un cierto tamaño y la edificación nueva contarán con puntos de recarga eléctrica.

Las empresas, entidades financieras y aseguradoras tendrán que integrar el riesgo climático e informar sobre las medidas que adopten para hacer frente a dichos riesgos. Asimismo, se sientan las bases para que los flujos financieros se reconduzcan hacia la descarbonización.

La Administración General del Estado adquiere obligaciones como  desinvertir en productos energéticos fósiles; seguir en la contratación pública los criterios de reducción de emisiones y de huella de carbono que establece la LCCTE e incentivar la rehabilitación energética y el autoconsumo.

La cruz del texto –una pesada cruz para nuestro presente y futuro- es, en resumen, su falta de ambición. El problema crece mucho más rápidamente que las soluciones. Tal vez cuando empezó a elaborarse, hace unos 3 años, los objetivos eran adecuados, pero hoy en día la reducción de un pobre 23% de emisiones de Gases de Efecto Invernadero (GEI) para 2030 respecto a las emisiones existentes en 1990 resulta más bien ridículo. Y esto es algo capital: todo lo que no sea una reducción del 7,6% anual, como recomienda el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), se queda corto.

Tampoco es ambiciosa en los plazos. Contempla que la neutralidad climática –en román paladino: para esa fecha no podrán emitirse más GEI que lo que los sumideros naturales, como bosques, mares y humedales puedan absorber- se alcanzará en 2050. Sin embargo, voces entendidas sostienen que lo sensato es tomar las medidas necesarias para alcanzarla en 2040. Otro cuán largo me lo fiais se refiere a los vehículos ligeros, que el texto establece que para 2040 deberán generar cero emisiones, mientras que los ecologistas sostienen que debe adelantarse a 2030.

En principio, no habrá ayudas ni beneficios fiscales a productos energéticos de origen fósil, salvo que ocurra algo tan genérico como “estar debidamente justificada por motivos de interés social, económico o la inexistencia de alternativas tecnológicas”, lo que deja la puerta bastante abierta. 

El fomento de gases renovables (biogás, biometano e hidrógeno) en el transporte puede suponer la permanencia de este combustible fósil. Además, abre la puerta a su utilización para todo tipo de transporte, cuando deberían quedar reservados a aquellos, como el aéreo o el pesado, donde no es factible la electrificación.

Atendiendo a la globalidad del texto, digamos que, como señala Javier Andaluz en Ecologista, se trata de una ley incompleta, puesto que “demasiado dependiente de desarrollos legislativos posteriores en manos exclusivas del Gobierno”. ¿Qué pasaría si queda en manos de un Ejecutivo de diferente tendencia?

Siguiendo con la mirada global, la ley adolece gravemente de falta de perspectiva de género, en un terreno en el que ésta es especialmente relevante. En junio de 2020, el Instituto de la Mujer publicó el informe “Género y cambio climático”. “Que este fenómeno climático –señala- no es neutral al género viene demostrado por varios indicadores: las cifras  de refugiadas climáticas [el 80%del total], el incremento de la vulnerabilidad en las niñas, la provocación de mayores efectos  en la feminización de la pobreza protagonizando las situaciones de pobreza energética, etc.”. La concienciación sobre el problema también tiene perspectiva de género: muchas mujeres lideran la lucha contra la crisis climática. Por ello, insiste el informe, deben formar parte de las soluciones. Una perspectiva ecofeminista sí que significaría un avance significativo hacia un cambio de sistema, que a fin de cuentas, es la madre de este cordero.

Termino con una perplejidad: la disposición adicional primera señala que  “Quedan excluidos del ámbito de aplicación de esta ley los equipos, sistemas de armas, instalaciones y actividades cuyo propósito sea la protección de los intereses esenciales de la Defensa Nacional y de la Seguridad Pública”. Me pregunto, ¿no es la crisis climática la mayor amenaza a la que se enfrenta la humanidad? ¿No es la razón de ser de esas “fuerzas” la defensa? Eso sí, añade que “se esforzarán” en actuar “de forma compatible con los objetivos de la ley (…) en la medida de lo posible” (sin especificar qué es posible). Pues eso: perplejidad. Por ser suave.

Araceli Caballero
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