¿Qué tiene que ver la pandemia con el medio ambiente?

¿De dónde viene este virus maligno que nos condiciona y nos amenaza? Spoiler: sin excluir otras causas, tiene mucho que ver con nuestros modos de vida, especialmente con la manera de producir (y consumir) alimentos; es decir, con la agricultura y la ganadería industriales. 

El virus que diseña últimamente nuestras vidas y el medioambiente tienen estrechos lazos, tanto en las causas como en los efectos. Algunos indirectos, como el descenso de la contaminación atmosférica en las ciudades cuando se impuso el confinamiento; otros más directos. No faltan incluso las voces que señalan causas medioambientales a la pandemia.

Vaya por delante que el problema no son los virus, habitantes de pleno derecho, como la humanidad, del planeta. “El problema –escribe Jorge Riechmannes un sistema socioeconómico expansivo (e incluso una dinámica civilizadora) que reduce cada vez más el espacio ecológico de los seres salvajes, favoreciendo los saltos de microbios entre especies que pueden desencadenar epidemias. El problema también son las dietas cárnicas y los hábitos culinarios que favorecen la zoonosis. Es la destrucción de la naturaleza, en muchos casos, lo que causa enfermedades infecciosas”.

Un sistema socioeconómico expansivo reduce cada vez más el espacio ecológico de los seres salvajes. Foto: Rita E. Unsplash

La manera de cultivar y la manera de comer tienen –a estas alturas, no descubro nada– consecuencias ambientales decisivas, que, según como sean, pueden resultar muy motivadoras para el virus. “El origen del coronavirus –escribe Gustavo Duch en un artículo más que recomendable– tiene una estrecha relación con las fórmulas de la agricultura y la ganadería industrial de la actualidad. Específicamente la expansión de los monocultivos (vegetal y animal) que causan la destrucción de la biodiversidad en la naturaleza permitiendo la aparición, aumento y virulencia de nueva zoonosis. […] Muchas de las nuevas enfermedades que se transmiten de los animales a los seres humanos (las llamadas zoonosis) emergen de esta aniquilación de selvas y bosques para convertirlas en monocultivos”.

El virus odia la variedad

El mecanismo es fácil de entender: si en una gran extensión dedicada al trigo aparece un insecto que come trigo, se acabó el cultivo. Los insecticidas son una solución temporal, porque el insecto acaba haciéndose resistente. Por el contrario, si conviven cultivos de diferentes especies, el antedicho bicho no podrá con todo. Como defiende la permacultura, cuando hay muchas especies en un mismo ecosistema, se controlan entre ellas. “Pero nosotros – dice Marta Tafalla, autora de Ecoanimal. Una estética plurisensorial ecologista y animalista (Plaza y Valdés, 2019)- hemos desordenado los ecosistemas, y los patógenos ahora lo tienen más fácil para generar nuevas enfermedades”.

Y es que al virus –por si fuera poco antipático- no le gusta la variedad. Las tierras agrícolas ocupan en la Tierra 1.500 millones de hectáreas, el 80% de las cuales está dedicado a los monocultivos, hasta el punto de que de las más de 2.500 variedades de vegetales que el ser humano puede consumir, sólo tres cultivos (trigo, arroz y maíz) aportan el 50% del total de calorías consumidas por toda la población mundial. A nadie se le escapa que, a fuerza de no variar de menú y, consecuentemente, de cultivos, el  despropósito se alimenta a sí mismo, cual perro que se muerde la cola, haciendo que cada vez se pierdan más variedades de especies y seres vivas. Y así nos hacemos no sólo más pobres, sino también más vulnerables (como el resto de especies vivas, que eso somos).

Campos de soja en Argentina

Las dietas cárnicas que denostaba más arriba Riechmann se traducen en interminables campos de soja y sólo soja, un monocultivo que arroja a la miseria a miles de campesinos, especialmente en América Latina. Por si fueran poco dañinos, estos campos son a menudo fumigados con herbicidas como el carcinógeno glifosato (patentado por Monsanto, que ahora forma parte de Bayer), que elimina cualquier ser vivo con el que se pone en contacto, excepto la soja modificada genéticamente para que sea impermeable a dicho veneno. 

La consecuencia de esto, continúa Duch,  es “en primer término, la sustitución de los cultivos tradicionales para la alimentación local por el cultivo de soja para la exportación, con la consecuente pérdida de soberanía alimentaria y la expulsión de millones de agricultores a las «villas miseria» o «favelas» latinoamericanas. En segundo lugar, la contaminación por herbicidas de tierras y acuíferos, junto con un gran incremento de enfermedades cancerígenas y/o endocrinas en la población de estos lugares. Por último, la grave pérdida de fertilidad de los suelos debido al agotamiento de la tierra y la destrucción de la biodiversidad, por ejemplo, de las muertes de abejas y anfibios debido a tanta fumigación”.

Algo muy similar a lo que ocurre en Latinoamérica con las plantaciones de soja se perpetra en África con el aceite de palma que encontramos en tantísimos alimentos procesados (basta con leer la composición, hábito siempre recomendable) y en buena parte del ‘gato por liebre’ llamado biodiesel. 

La biodiversidad, la mejor protección

Aniquilar bosques y selvas para convertirlos en terrenos agrícolas enriquece a los grandes señores de la agricultura industrial, pero empobrece no sólo a los agricultores locales; empobrece a la humanidad y a toda la vida sobre la Tierra, haciéndonos más vulnerables –insisto: a todos los seres vivos- ante las enfermedades y favoreciendo la aparición de muchas de las nuevas enfermedades que se transmiten de animales a humanos.

Las grandes extensiones de monocultivos, en palabras de Duch, “confinan la vida silvestre en pequeñas fortalezas o ‘islas’ donde la alta densidad de su población hace que sea fácil multiplicar y mutar su carga viral y microbiana, permitiendo el post-contagio a los seres humanos”, ya sea por contacto directo o indirecto.

El tercero de los “monocultivos del Apocalipsis” y el mayor generador de zoonosis que pueden convertirse en pandemias, según este experto en soberanía alimentaria, es el “de animales de granja de los que no es necesario mostrar ninguna imagen porque todos sabemos en qué condiciones de encierro y hacinamiento viven hoy unos 70.000 millones de animales, diez veces más que la población humana”. Estas condiciones de estrés deterioran su sistema inmunitario facilitando que cualquier virus campe por su anatomía. El siguiente paso, que infecte a un trabajador iniciándose la cadena de contagios, es sólo cuestión de tiempo. 

Una dieta básicamente cárnica contribuye a la destrucción del medio ambiente

Obsérvese que todos estos monocultivos se destinan a producir carne barata y de más que dudosa calidad, y menos dudosamente saludable. Una dieta rica en cereales necesita producir cantidades muchísimo menores que las que reclama engordar los animales que llenan nuestros platos. Las implicaciones de derroche de agua, ocupación de terrenos, empobrecimiento de poblaciones locales, pérdida de soberanía alimentaria, entre otros desmanes, son pavorosas, pero son historias que serán contadas en otras ocasiones. Hoy nos limitaremos a lo que suponen de atentado contra la salud.

La mejor defensa contra las infecciones es la biodiversidad, que año tras año es menos diversa, no por maldad ni a posta, sino porque mantenemos un modelo de vida destructivo. La biosfera está formada por especies interdependientes. Cuando la dañamos, el mal, cual eficiente bumerang, termina por darnos en la cara. “Maltratar la naturaleza es pegarse un tiro en el pie”, dice Marta Tafalla, que critica nuestro complejo de “reyes de la creación”.  “¡No estamos por encima! A veces parece que los humanos no queramos asumirlo…”, se indigna.

Es decir, que o cambiamos de hábitos –y de los valores que los sostienen y justifican– o no habrá mascarilla que nos proteja. Por eso, Tafalla se desmarca del anhelo por volver a la normalidad “porque –señala– esto que llamamos normalidad es una carrera acelerada hacia la autodestrucción”.

Y justo ahí señala Gustavo Duch el cuarto monocultivo apocalíptico, “el más serio de todos. Hablamos del monocultivo que Vandana Shiva llamó ‘el monocultivo del pensamiento’, que es el que nos hace comulgar con ruedas de molino y creer en el inverosímil dogma capitalista que dice que el crecimiento económico en un planeta finito es la manera de garantizar nuestras vidas”.

Autoría

  • Araceli Caballero

    Periodista y filóloga (además de componente del consejo de redacción de alandar desde sus inicios), lleva más dos décadas trabajando en organizaciones sociales vinculadas a la defensa de los derechos de la gente que habita el Sur pobre del planeta.

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