En estos días donde todos estamos viviendo la crisis de este coronavirus, que nos está quitando la paz, la libertad e incluso en algunos casos, y por desgracia, hasta la vida, comprobamos cómo una vez más, los excluidos de nuestro mundo, los marginados, siguen siendo los mismos. En estos días, todos tomamos precauciones para no contagiarnos porque así se nos dice. Está habiendo gestos solidarios, humanos y evangélicos, que conmueven hasta al más inhumano, o incluso aquellos que piensan “que hay ciudadanos de primera y de segunda”, o que los de otros países, por su color, raza y nacionalidad, no se merecen estar con nosotros, e incluso ni vivir. Gestos que ojalá sirvan para mover las conciencias de los políticos, y les haga pensar que todos somos iguales, que todos somos débiles y nos podemos contagiar, aunque nos hagamos los fuertes, porque hasta “ellos”, que eran los más fuertes y los que habían hecho casi la selección natural darwiniana también se han acabado contagiando. Ojalá que comprueben que no son dioses y que su soberbia prepotente roza con la debilidad que todos tenemos, por ser todos pertenecientes a una especie débil, que llamamos “especie humana”, o en cristiano, ya que ellos también dicen serlo, “que todos somos hijos e hijas de Dios”. Se nos ponen a todos los pelos de punta y se nos caen las lágrimas cuando cada noche, puntuales, a las ocho, salimos a aplaudir a sanitarios y sanitarias, que en el fondo representan a tantos colectivos que están dejándose la piel en estos días, empleadas de hogar, trabajadores de supermercado, transportistas, fuerzas de seguridad del Estado, voluntarios de ong… y, sin dejar a nadie fuera, todos los que se están preocupando de salvar vidas o de hacer que estos días la vida sea más feliz para todos.
Pero con profundo pesar, seguimos corroborando que “los presos no existen”, que la cárcel y toda su realidad, es algo que nos es ajeno: los presos, sus familias, su dolores, sus sufrimientos siguen estando ajenos a todo y a todos; durante todos estos días no se ha dicho nada de ellos, solo se les mencionó en una ocasión al comienzo de la crisis para anunciar las medidas que desde el Ministerio del Interior se habían tomado. Medidas que suponían un aislamiento mayor al que ya tienen, y que se concretaban en la prohibición lógica de que fueran las familias a visitarles o de que los voluntarios pudiéramos ir. Y digo lógica porque había que tomar las precauciones necesarias como en el resto de los sitios. Pero después de eso nada más; jamás se ha dicho cómo están viviendo estos días, que problemas tienen o qué se puede hacer por ellos.
Al tercer día de confinamiento de la población me llamó la madre de uno de los chavales, ya longeva, para preguntarme angustiada si su hijo estaba comiendo; entre lágrimas al escuchar su voz, intenté consolarla y decirle ¡claro que sí!. Entonces me di cuenta de la confianza que ella había depositado en mí, porque rápidamente reaccionó dándome las gracias y emocionado, me hizo también a mí pensar en mi agradecimiento profundo al Dios de la vida por dejarme estar donde estoy, por dejarme compartir mi vida cada día con los “apestados” sociales de Navalcarnero. Recordé también los pasajes evangélicos donde a Jesús se le acercan los leprosos, los “apestados” de aquel momento, para pedirle que les curara y dejara limpios.
En tiempos de Jesús, los leprosos vivían marginados doblemente porque su enfermedad era muy contagiosa y además era considerada un castigo de Dios por sus pecados. En nuestro momento actual, los presos son “los nuevos leprosos”; apestados por su delito, por lo que han hecho, es más, seguro que muchos y muchas estarían de acuerdo en que no se hable de ellos, justamente porque, como a veces me han dicho a mí los que nos llamamos cristianos, “tú siempre los defiendes, pero si están allí, es porque han hecho algo”. Tenemos que dedicarnos “a los buenos”, los “malos”, es decir, los presos, solo están sufriendo lo que lleva consigo su delito, “que no lo hubieran hecho”. Cuando celebramos la fiesta de reyes con las familias en la cárcel como cada año, son muchos los que nos dicen que vayamos a llevar los juguetes a los niños de los hospitales, pero no a las cárceles, que ellos no se lo merecen. Y al escribir esto, me miro al espejo, y me pregunto, ¿qué me merezco yo? ¿Me merezco tener mi casa, personas que me quieran, mi cultura, hasta mi sueldo…? Y me brotan las palabras del Evangelio: “Así también vosotros, cuando hayáis hecho lo que se os mande, decid: “somos siervos inútiles; hemos hecho lo que teníamos que hacer” (Lc 17, 10).
Cuando Jesús cura a los “malos leprosos”, resulta que solo se vuelve a darle las gracias, “el supermalo”, es decir, el samaritano, el que no es judío, el que no adoraba al Dios auténtico judío en el templo, (Lc 17,18). Esos “supermalos” y apestados son los que día a día a mí me ayudan a ser persona, cristiano y cura, y me ayudan con sus abrazos, con sus agradecimientos desinteresados y sobre todo, con su debilidad. Y desde aquí aprovecho para darles mis gracias emocionadas, a Antonio, Pedro, José, Rubén, José Luis, Vicente… y tantos otros que llevo cada día en el corazón. Todos les marginan menos Él, que no margina a nadie, el Dios de la vida, el Dios que en Jesús se nos hace presente cada vez que vamos por allí, ese Dios Padre-Madre que enjuga sus lágrimas y nos hace descubrir que, en palabras del Santo de América, Monseñor Romero, del que se cumplieron el 24 de marzo cuarenta años de su martirio “el hombre es tanto más hijo de Dios cuanto más hermano se hace de los hombres, y es menos hijo de Dios cuanto menos hermano se siente del prójimo” (homilía del 18 de septiembre de 1977). Esos apestados que nos descubren el valor de lo importante y que nos manifiestan que todos nos necesitamos, que todos somos hijos de Dios y que nadie puede ser excluido ni marginado, porque todos somos iguales: hijos de un mismo Dios.