En junio pasado colgué en el blog de Iglesia Viva un largo artículo sobre los signos en la Iglesia. No lo cito para que se lea –que también, si alguien se anima– sino porque me propongo hacer en esta columna un pequeño resumen.
Una vez le leí a Chesterton que, para San Agustín, los ritos funerarios no se hacían para los difuntos sino para los vivos. No sé si el autor inglés se equivocaba en la cita pero ahora estoy convencido de que los gestos y los ritos –necesarios en cualquier sociedad– están destinados en el cristianismo a los fieles y no a Dios. Dios no necesita nada nuestro sino nuestra vida entregada a los demás. Quiere misericordia, no sacrificios.
Pensando en esto recordé que Ricoeur decía que los mitos “dan que pensar” y entonces vi claro que los ritos “dan que sentir”. Si un rito no produce ese efecto, si no genera un sentimiento religioso, hay que reformarlo o eliminarlo. Y estoy convencido de que deberíamos estar ahora en un tiempo de poda.
En su formación tradicional, a los curas se les enseña que han de cumplir los ritos escrupulosamente. Un consejo insuficiente, porque se olvida que un rito puntualmente cumplido puede ser mortalmente aburrido si no “da que sentir”.
Hace poco días he concelebrado en una misa presidida por un obispo. Me maravillé del cúmulo de gestos inútiles. El uso de un báculo por un señor aún con buenas piernas. El quita y pon de solideo y mitra, que nunca he entendido a qué viene. El lavarse dos veces unas manos que no tenía sucias. El incensar el altar, dando vueltas alrededor. Y algo que no es específicamente episcopal: ¿qué diríamos de un amigo que, al encontrarle en la calle, nos saludara cantando: Hombre, ¿qué tal estás? o que de repente nos relatase algún suceso en canto gregoriano? Pues lo que es ridículo en la vida civil, ¿no lo será también en una celebración religiosa? Ninguno de todos esos gestos daba que sentir salvo aburrimiento y cierto enojo.
Lo que ocurre es, a mi modo de ver, que se piensa que los ritos se ofrecen a Dios y a Dios hay que ofrecerle lo mejor, lo más ostentoso, lo más solemne. Mejor lo emperifollado que lo sencillo, mejor lo cantado que lo hablado, mejor lo ritualizado que lo espontáneo. Pero aplicando a Dios estos criterios, se le toma por uno de los poderes de esta tierra. No solo se equivoca el destinatario de los ritos sino que se actúa con una falsa imagen de Dios.
Pero cambiemos la perspectiva: en mi vida de cura en activo, siempre antes de un rito me preguntaba qué debería pasar para que “funcionase” y, al terminar, revisaba si había sido así. Solo encontré medias soluciones a la primera pregunta pero siempre puede constatar el efecto positivo cuando se producía. Pondré un ejemplo. La celebración comunitaria de la reconciliación fue, poco a poco, llegando a este modelo: en un ambiente en penumbra, una imagen del Crucificado presidía el centro de la asamblea. Después de un par de cantos y unos textos introductorios se invitaba a salir hasta el Cristo y en voz alta confesar los pecados, hacer una súplica… Salían ocho o diez personas. Se animaba a identificarse con ellas, se rezaba el Padrenuestro y, con las manos unidas, se recibía la absolución. Un efecto espontáneo era el gesto final de la paz de todos a todos, realizado espontáneamente en un clima palpable de alegría. El rito había producido su efecto, una reconciliación no solo creída sino experimentada.
Así puede pasar con todos los ritos. Y si no pasa, a revisarlos o eliminarlos. Lo malo es que en la Iglesia se sigue creyendo que si se cumplen al pie de la letra –nunca mejor dicho– ya todo está en orden. ¡Qué equivocación!
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