Con ocasión de la visita del Papa a España me llamó la atención un artículo publicado en El País. Sostenía que el declive de la Iglesia no tenía que ver tanto con las posturas de la jerarquía y ni siquiera con los curas pederastas sino con las homilías que se pronunciaban en las eucaristías dominicales. Ancladas en viejos clichés, no eran sino una sucesión de lugares comunes sin interés alguno. Precisamente en esos días, hojeando un antiguo libro de Luis Maldonado (Homilías seculares) me encontré con el párrafo siguiente: “Creo que es uno de los Huxley quien dice que los sacerdotes somos maestros de generalidades… Efectivamente, las homilías que hacemos son muchas veces un buen ramillete de tópicos, de vaguedades… Todo es hablar de la vida, del hombre, del alma, del sufrimiento… pero en estos términos absolutamente anodinos. ¿Cómo no se van a aburrir los cristianos que nos oyen, con tanto lugar común?”
Ciertamente no hace falta recurrir a autor alguno para constatar las afirmaciones anteriores. Quien hable sobre esta cuestión con alguna persona normal, creyente y practicante, constatará su enfado -cuando no su escándalo- ante lo escuchado en alguna eucaristía que haya visitado fuera de la suya habitual.
Durante siglos la homilía tuvo la función de “explicar el Evangelio”. Un público que no tenía acceso a las fuentes de su fe necesitaba de pedagogos autorizados que tradujeran las palabras y los hechos de Jesús. Sin duda todavía abundan los que se sitúan en ese papel y siguen explicando y explicando lo que ya está suficientemente oído y comprendido.
Con todo, no son éstos los más irritantes sino los que se aprovechan de un público silente y sumiso para exponer su ideología, generalmente de tipo moral, no pocas veces entrando en el terreno político o referidas a las normas litúrgicas, convertidas así en asunto de primera urgencia. Hace poco me contaban de un párroco que dedicó toda la homilía a sostener que hay que arrodillarse durante la consagración.
Pero es que la Instrucción Redemptionis Sacramentum no está muy lejos de ese planteamiento: “Sobre todo, se debe cuidar que la homilía se fundamente estrictamente en los misterios de la salvación, exponiendo a lo largo del año litúrgico desde los textos de las lecturas bíblicas y los textos litúrgicos, los misterios de la fe y las normas de la vida cristiana, y ofreciendo un comentario de los textos del Ordinario y del Propio de la Misa o de los otros ritos de la Iglesia”.
Pero antes que nada una cuestión previa: ¿por qué solamente puede predicar el cura? La Instrucción sobre el Presbiterio de 2002 afirma que la razón es su “ser representación sacramental de Cristo”. Yo, que no entiendo esa razón, he sostenido siempre que la homilía ha de ser una lectura creyente de la realidad. Si le corresponde hacerla al presbítero de una comunidad no es porque esté mejor preparado que los fieles -no siempre es así- sino porque está en mejores condiciones para conocer la vida de la comunidad y hacer desde ella esa lectura creyente que alerte sobre la presencia del Reino y la acción del Espíritu.
Si así se hiciera, ello traería una consecuencia inmediata. En la homilía aparecerían sentimientos, emociones, inquietudes, dificultades. La predicación al uso podría hacerla un robot convenientemente programado. La lectura creyente sólo puede hacerla una persona humana que se muestre como tal. Creyente, espiritual, pero como todas alegre a veces, a veces dolorida; quejosa en ocasiones, emocionada en otras; interpeladora siempre pero también comprensiva y tierna. Como dice la Biblia, la doctrina mata, el Espíritu vivifica.