
Una vez más hemos comprobado que la gente pobre es, quizá, la que más comparte porque, como dice el evangelio de San Lucas, “comparten lo que tienen para vivir”. Lo hemos comprobado en la carrera solidaria a favor de Manos Unidas que, como todos los años, se ha realizado en la cárcel de Navalcarnero. Una carrera en la que lo importante no era ganar, ni siquiera correr mucho, sino sentirse solidario y compartir nuestro esfuerzo con las personas más pobres de la tierra, con quienes pasan hambre a diario y que a menudo no conocemos. El pasado día 28 de febrero los muchachos de Navalcarnero compartieron toda su vida con personas de la India con las que lo único que les unía era solo eso: su pobreza, que entre todos fuimos capaces de teñir de humanidad y de Evangelio.
Ese día celebramos la eucaristía de manera de diferente y así se lo hicimos saber a los chavales. Comenzamos en la sala donde nos reunimos los sábados leyendo el texto de Lc 21, 1-4, donde Jesús habla de la viuda que comparte todo lo que tiene y juntos descubrimos que la eucaristía es, precisamente, eso: compartir con los demás seres humanos; compartir no sólo la economía sino, sobre todo, nuestra vida; aquí podemos compartir poco dinero, porque no lo tenemos, pero sí ilusión, alegría, esperanza… Cada vez que compartimos un café con un compañero, un abrazo con alguien o una sonrisa con quien lo necesita, estamos haciendo eucaristía. Después de leer el texto y tener un tiempo de oración fuimos al campo de fútbol para seguir aportando nuestro esfuerzo con las personas más necesitadas.
Conseguimos varios patrocinadores para la carrera solidaria y alrededor del campo de futbol se colocaron diferentes mesas que iban señalando todo el camino. Cada uno de nosotros salía corriendo o andando, según pudiera. Se trataba de que, con su esfuerzo, que estaba valorado en un dinero concreto, aportara lo que pudiera para el proyecto diocesano de Manos Unidas de este año. No aportaba más el que más corría -porque, como la viuda del evangelio, muchos tenían buenas piernas y, sobre todo buena salud-, sino que cada cual aportaba “lo que tenía”.
Unos corrieron mucho y aportaron mucho, unos anduvieron porque no podían correr, incluso algunos iban con muletas porque tenían algún tipo de dificultad. Sin embargo, todos al pasar por las diferentes mesas derrochaban alegría a favor de las personas empobrecidas con las que se estaban uniendo. Preferimos no valorar cada vuelta al campo con ningún dinero concreto para que nadie se sintiera minusvalorado, sino que todos, por el hecho de estar y aportar su esfuerzo ya estuvieran colaborando con el proyecto.
En el rostro de muchos de ellos se descubría el rostro de un Jesús sufriente. Muchos gritaban con alegría “estamos corriendo para la India”, otros con la muleta, compartiendo y hablando con el compañero, pero todos sabiendo que el pan de la eucaristía es el pan compartido; el Jesús resucitado se hizo presente en cada esfuerzo de los que estábamos allí, en cada sonrisa, en cada vuelta. Y descubrimos que todos podemos hacer algo, que el mundo podemos hacerlo nuevo entre todos, porque todas las personas somos importantes y, sobre todo, que nadie hay mejor que nadie.
Al terminar la carrera y antes de marchar a los módulos todos contamos un poquito nuestra experiencia y en todos la palabra que se decía era la de alegría. Alegría por haber podido hacer algo por los otros, alegría porque ellos, que parece que no cuentan, también habían colaborado en ese proyecto solidario y alegría porque gente de la India a quien no conocían se iba a sentir beneficiada por su esfuerzo. Para los chicos fue muy importante el que se contara con ellos y no se les dejara a un lado. También se dejó la cuenta de Manos Unidas para que algunos pudieran aportar dinero de su propio “peculio” (el dinero que maneja cada uno de ellos personalmente en la cárcel). Incluso algunos pobres entre los pobres, a los que desde la capellanía les ingresamos cada mes diez euros para sus gastos de higiene nos dijeron que ese mes no se lo ingresáramos sino que lo compartiésemos con el proyecto. Y, de nuevo, las palabras del Evangelio: “Aquella viuda ha echado todo lo que tenía para vivir”.
Los pobres, una vez más, nos evangelizan y nos ayudan a descubrir el verdadero sentido de nuestro seguimiento de Jesús: hacer posible un mundo mejor para todos, construir entre todas las personas, cada una con su pequeño esfuerzo, el sueño de Dios para toda la humanidad y que Jesús de Nazaret llamó el Reino de Dios.