Hoy es uno de esos días en los que no hay más remedio que pensar que Jorge Manrique tenía razón y que “cualquiera tiempo pasado fue mejor”. Lo digo por este titular de la edición digital de El País: “El Gobierno cambiará la ley para que los condenados puedan dirigir bancos”. Se refiere a la norma que exige, todavía, a los gestores de entidades bancarias “honorabilidad, experiencia y buen gobierno”.
Menuda lección para la ciudadanía: para una ley ética y ejemplar que teníamos, van y nos la suprimen. Los banqueros –valga también financieros-, causantes en gran parte de esta crisis, no solo no la sufren, sino que además reciben un premio. Y un claro mensaje: actuad mal, que no habrá consecuencias.
Hay que señalar que el de banquero ha sido desde siempre un oficio propicio a la estafa y al engaño. Pero al menos las leyes, en ocasiones algo bárbaras, intentaban contener esta propensión. Cuenta el medievalista José Enrique Ruiz-Domènec en su biografía de Ricard Guillem , “el primer empresario catalán de la historia”, que la banca privada (taula de canvi, en su primera versión) apareció en Barcelona durante el reinado de Jaime I el Conquistador (1213-1276).
Pronto, los Usos de Barcelona, una suerte de código legislativo de la época, hubieron de poner límites a su actividad:
El 13 de febrero de 1300 se estableció que todo banquero que se declarara en bancarrota sería humillado por toda Barcelona por un voceador público y forzado a vivir en una estricta dieta de pan y agua hasta que devolviese a sus acreedores el total de sus depósitos.
El 16 de mayo de 1301 se decidió que los banqueros estarían obligados a obtener fianzas y garantías de terceros para poder operar. A los que no lo hicieran no se les permitiría extender un mantel bajo sus cuentas de trabajo. El propósito era señalar a la vista de todos que estos banqueros no eran tan solventes como los que usaban manteles, es decir, los que estaban respaldados por fianzas. Cualquier banquero que rompiera esta regla (por ejemplo, que operase con un mantel, pero sin fianza), sería declarado culpable de fraude.
El 14 de agosto de 1321 se estableció que aquellos banqueros que no cumpliesen sus compromisos serían declarados en bancarrota y, si no pagaban sus deudas en el plazo de un año, caerían en desgracia pública y pregonada por voceadores por toda Cataluña. Después serían decapitados frente a su mostrador, y sus propiedades vendidas para pagar a sus acreedores.
Y así. Naturalmente, nada de todo esto arredró a los banqueros, que supieron desde el principio arrimarse al poder, al que con frecuencia tenían en sus manos. Las leyes de antaño no eran posiblemente muy efectivas, pero sí ejemplarizantes. Hoy, ni siquiera eso.
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