En los últimos años ha habido un problema que se ha ido haciendo público progresivamente: los abusos sexuales cometidos por miembros del clero o de congregaciones religiosas masculinas contra niños y niñas. Primero en Estados Unidos, luego en Irlanda, ahora en Alemania y Austria. Las noticias sobre el tema aparecen repetidamente en los medios de comunicación. Cada vez se va involucrando a más miembros de la jerarquía y a niveles más altos.
El hecho es que abusos sexuales de ese tipo los ha habido siempre. En todas las culturas y en todas las épocas. Suceden sobre todo en el seno de la familia pero también hay profesiones, siempre marcadas por necesitar una especial relación de confianza profesional-cliente, proclives a situaciones de ese tipo: psicólogos, psiquiatras, abogados y, por supuesto, sacerdotes.
El fondo del problema
El problema que le está estallando a la Iglesia, como si de una explosión controlada y lenta pero irreversible se tratase, no es que haya miembros del clero o religiosos que hayan cometido esos abusos. El problema es que está saliendo a la luz que sus superiores jerárquicos no sólo no hicieron nada para solucionar el problema sino que lo ocultaron, disimularon, disfrazaron y encubrieron. No dudo que todo eso lo hicieron con la mejor de las voluntades –a estas alturas me cuesta mucho no creer en la buena voluntad de las personas. Estaban preocupados por la imagen pública de la Iglesia, por evitar el escándalo.
Pero, dicho con todos los respetos, se me hace que su preocupación era muy poco evangélica. El Evangelio no dice por ninguna parte que la comunidad cristiana se tenga que defender a sí misma o que su imagen pública sea un bien sagrado ante el que haya que sacrificar otros valores. Más bien, Jesús se preocupó muy poco de tener una buena imagen ante nadie. Fue un hombre libre que predicó el Reino con sus palabras y con sus actos. Le importaba mucho más estar cerca de los marginados, de los pecadores, de los que sufrían, que tener una buena imagen ante las gentes bien de su época.
Cuando la Iglesia se olvida de las víctimas y se preocupa de sí misma y de su propia imagen es que… se está olvidando del Evangelio. Y se termina metiendo en unos laberintos de los que es muy difícil salir. Lo más probable es que se encuentre de golpe en un callejón sin salida. Como aquellos letrados a los que Jesús planteó si había que pagar o no el impuesto al césar. Dijesen lo que dijesen iban a quedar mal ante el pueblo. Después de haber encubierto esos abusos “para evitar el escándalo”, ¿qué se hace cuando al final salen a la luz? Lo más probable es que se termine reaccionando en exceso, condenando los hechos con rotundidad y tomando la decisión pública de entregar a los abusadores a la justicia civil, pero procurando tapar a los encubridores. En fin, un jaleo en el que a nadie le gustaría estar. Porque mientras tanto la prensa se aprovecha, sigue tirando de la manta y no para de publicar sobre el tema. No porque haya una conspiración contra la Iglesia sino porque lo sensacionalista vende.
A la luz del Evangelio
La Iglesia tendría que haberse situado más en este tema, y en todos, claro, con el Evangelio en la mano. ¿Qué habría hecho Jesús en una situación como ésta? Ante todo, se habría preocupado muy poco del “qué dirán” y se habría preocupado de las víctimas. Se habla muy poco de ellas en estos días. Abusaron de su confianza y se aprovecharon de ellos y ellas. Algunos lo pudieron superar, otros han necesitado años de oscuridad y de ayuda psicológica para volver a tener una vida medianamente normal. Para muchos ha supuesto el abandono de la fe o la desconfianza para siempre ante la figura del sacerdote. ¿Qué hemos hecho por esas víctimas? A ellas les tocó la peor parte. Se les ha silenciado, se les dejó de lado, no se tomaron en cuenta sus justas reclamaciones. Todo para evitar el escándalo. Sólo cuando años después el asunto salió a la luz pública, se organizaron servicios de atención a las víctimas. Y no en todos los países sino sólo en aquellos donde el escándalo iba saliendo a la luz. Los obispos y superiores que primero tuvieron información del asunto en la mayoría de los casos dejaron de lado a las víctimas. Su única preocupación era a) evitar el escándalo y b) hacer todo el silencio posible no fuera a ser que viniesen pidiendo dinero. Da mucho que pensar cuando la Iglesia hace esto con las víctimas.
Pero me van a permitir que señale a otras víctimas que están también siendo maltratadas hoy en día. Me refiero a los abusadores. Sí. También a ellos los habría mirado Jesús como a víctimas. Son víctimas de los laberintos en que a veces terminamos metiéndonos las personas. Jesús los habría visto como personas necesitadas de ayuda, no como reos de un delito terrible. Éste es el punto en que el Evangelio se separa de esa consideración puramente humana de la justicia que pide que cada uno pague su culpa. Jesús mira la realidad con los ojos de Dios, llenos de misericordia, de comprensión, de realismo. Ayudar a los abusadores no es entregarlos a la justicia civil para lavarnos las manos y luego poder decir que hemos expulsado de nuestras filas al garbanzo negro.
Esos abusadores-garbanzos negros son de los nuestros, son miembros de la comunidad cristiana, son hijos de Dios. ¿Los podemos dejar tirados de esa manera sólo para garantizar la pureza en nuestras filas, para defender nuestra buena imagen? Dicen que los marines americanos tienen como lema “no man left behind” que viene a significar que nunca dejarán a uno de los suyos abandonado. Deberíamos hacer lo mismo. Eso no significa encubrir el problema. De ninguna manera. Significa ayudar a esa persona a salir del callejón sin salida en que se ha metido. Evitar que vuelva a hacer lo mismo. Prestarle toda la ayuda psicológica y de todo tipo necesaria para reconstruirse como persona. Y arroparle con toda la misericordia del mundo. Lo suyo más que un delito es una enfermedad y no se trata de castigar sino de curar, con todo lo que eso implica. Incluso cuando pase por los tribunales civiles, como sucederá casi con toda seguridad, habrá que estar con él porque es nuestro hermano.
Comunidad de pecadores
La comunidad cristiana no es una comunidad de hombres y mujeres puros y santos. Somos una comunidad de pecadores y nos sentimos solidarios en el pecado y solidarios también en la gracia y la misericordia de Dios, que nos reconcilia y nos permite soñar con un mundo nuevo. A nadie dejamos atrás y todos tienen un hueco en nuestra comunidad. A cada uno habrá que atendernos según nuestras necesidades. Pero nadie tiene derecho a tirar una piedra sobre el hermano porque sea pecador.
A las víctimas habrá que acompañarlas por el difícil camino de la reconciliación y del perdón, que no se identifica con el olvido y el “nada ha sucedido”. Estar cerca de unos y otros es poner un manto de misericordia, que no de encubrimiento, sobre una situación humana terriblemente complicada y difícil. Sin negar la realidad ni el dolor existente. Estar cerca del abusador no significa estar lejos de los abusados. Algo así tenemos que aprender a hacer en la Iglesia. Dejar de preocuparnos tanto por nuestra imagen pública –¿no creemos que la Iglesia es obra de Dios y que él mismo la llevará a término? ¿no creemos que la Iglesia está al servicio del Reino y no lo contrario?–. Y situarnos cerca de las víctimas, de todas las víctimas y trabajar con ellas para que rehagan su vida y experimenten la reconciliación, la gracia y el perdón.