
Parece que Adam Smith, el ínclito padre de la economía predominante, se sentaba cada día a la mesa convencido de que “no es la benevolencia del carnicero, el cervecero o el panadero lo que nos procura nuestra cena, sino el cuidado que ponen ellos en su propio beneficio.” (La riqueza de las naciones). El egoísmo, pues, le llenaba el plato.
¿De verdad que el egoísmo del carnicero le preparaba el filete? El bueno de Adam se pregunta cómo llega la comida a la mesa, y se ocupa de todo el trayecto, pero se olvida del último paso: quién convierte realmente los productos en comida y la pone en el plato. En su caso, su madre, Margaret Douglas, que pasó toda su vida ocupándose de atender sus necesidades primarias y, sin embargo, es invisible para su análisis económico.
La periodista y escritora sueca Katrine Marçal se pregunta por ese último paso en ¿Quién le hacía la cena a Adam Smith? (Ed. Debate, 2016).
“Adam Smith -escribe- logró responder la pregunta fundamental de la economía sólo a medias. Si tenía asegurada la comida no era sólo porque los comerciantes sirvieran a sus intereses propios por medio del comercio. Adam Smith la tenía también asegurada porque su madre se encargaba de ponérsela en la mesa todos los días”.
Adam Smith tenía también asegurada la cena porque su madre se encargaba de ponérsela en la mesa todos los días
No sólo la comida. ¿Quién lava, plancha, va a comprar…? Adam Smith es un buen ejemplar de lo que Amaia Pérez Orozco denomina un “hombre champiñón”, que es aquel que llega al trabajo vestido, desayunado, duchado, perfecto para empezar a producir, como por arte de magia, gracias a unas tareas sin impacto económico, laboral ni social. Tareas imprescindibles para que la vida sea posible y se sostenga, pero invisibles e irrelevantes, al menos desde el punto de los valores “que sirven”, según Manolito, el amigo de Mafalda.
¿Quién se hace cargo de estas tareas, que no se hacen solas? Parece mentira que hayan pasado casi tres siglos, pero en su abrumadora mayoría, como en casa de los Smith, las mujeres. El espacio público corresponde al hombre, y el doméstico a la mujer. Las cosas han cambiado, pero tal vez sólo en la superficie.
Se calcula que los cuidados a personas dependientes representan en España -si se remuneraran- el 5% del PIB, que viene a ser entre 32.000 y 50.000 millones de euros. Hay que añadir las tareas domésticas, que ya no se nombran así porque es políticamente incorrecto, pero que, en enorme medida, siguen formando parte de “sus labores” de las labores de las mujeres, se entiende.
Lo curioso es que, aunque el trabajo que las mujeres desarrollan en casa representa el doble de la jornada laboral ”normal”, oficialmente están consideradas población inactiva, al menos en España. Eso explica, por ejemplo, un titular como “465.000 mujeres se convierten en activas desde 2008”, aparecido en CincoDias.com.
El trabajo que las mujeres desarrollan en casa representa el doble de la jornada laboral «normal»
Durante décadas, el icono de la mujer fue el “ángel del hogar” (en 1864 empezó a publicarse una revista con ese nombre para ofrecer “ejemplos morales, instrucción y agradable recreo para las señoritas”).
Virginia Wolf, en 1931, en una charla ante un auditorio femenino en la Sociedad de servicios a las mujeres, alentaba a matarlo (el icono): “Hice cuanto pude para matarlo. Mi excusa, en el caso de que me llevaran ante los tribunales de justicia, sería la legítima defensa. Si no lo hubiera matado, él me hubiera matado a mí.”
¿Tuvo éxito Virginia en su tarea exterminadora? No del todo. El 8 de marzo de hace unos años envié a mis amigas la imagen de una mujer-orquesta que atiende a la vez plancha, colada, plumero, guiso, escoba y bebé. Una de ellas me respondió “le falta el ordenador”. Y sí, esa es la cuestión, que, sin perder plancha, plumero, fregona, olla o niños, hemos ganado el ordenador.
Me parece que no es necesario que aclare que encuentro este libro altamente recomendable, de esos que abren una ventana por la que mirar la realidad desde otro ángulo, el feminista, que desvela y desenmascara paisajes.
Además, se lo pasarán bien. Como escribió el clásico, instruir deleitando.