“Una tormentosa noche de otoño, cuando mi sobrino Roger tenía unos veinte meses, le envolví con una manta y lo llevé a la playa en la oscuridad lluviosa. Allí fuera, justo a la orilla de lo que no podíamos ver, donde enormes olas tronaban tenuemente percibimos vagas formas blancas que resonaban y gritaban y nos arrojaban puñados de espuma. Reímos juntos de pura alegría. Él, un bebé conociendo por primera vez el salvaje tumulto del océano. Yo, con la sal de la mitad de mi vida de amor al mar en mí. Pero creo que ambos sentimos la misma respuesta, el mismo escalofrío en nuestra espina dorsal ante la inmensidad, el bramar del océano y la noche indómita que nos rodeaba.”

Así comienza Rachel Carson su libro, tan breve como exquisito, El sentido del asombro, publicado en 1965, poco después de su muerte, traducido al castellano hace unos años. Y que yo acabo de descubrir, entusiasmada, en su sentido más literal.
Carson adoptó al hijo de su sobrina al quedar éste huérfano siendo un bebé, y le hizo el maravilloso regalo de despertarle un nuevo sentido, el del asombro, tan útil para disfrutar de la naturaleza -de la vida misma – en toda su variada magnificencia a lo largo de las cambiantes estaciones del año. Se hicieron mutuamente el regalo porque que una persona adulta tenga esta experiencia con un niño significa ”volver a aprender a usar tus ojos, oídos, nariz y yemas de los dedos, abriendo los canales de las impresiones sensoriales en desuso”.
La autora es una mujer estadounidense mucho menos conocida de lo que se merece -¡y de lo que nos merecemos!- que bien podría ser considerada una de las madres del ecologismo. Iba para filóloga, pero una profesora de esa disciplina -ella también tuvo quien le despertara sensibilidades- hizo que se decantara por la Biología. En su libro La primavera silenciosa denunció el uso del DDT por sus perjudiciales consecuencias para la salud y el medio ambiente. Ella advirtió una primavera “sin voces”. “En las madrugadas que antaño fueron perturbadas por el coro de gorriones, golondrinas, palomos arrendajos y petirrojos y otra multitud de gorjeos, no se percibía un solo rumor, sólo el silencio se extendía sobre los campos, los bosques y las marismas.” (La primavera silenciosa. Crítica 2010).
Ninguna editorial quería publicar su obra y, cuando finalmente vio la luz, como era de imaginar, no gustó nada a la poderosa industria química ni a instancias oficiales, que desencadenaron una feroz campaña de desprestigio en su contra. El Secretario de Agricultura llegó a dirigir una carta al entonces presidente Eisenhower alegando que si Carson no se había casado, aunque era atractiva, probablemente era por ser comunista. A pesar de las críticas y desprecios, siguió luchando, hasta que en 1963, siendo Kennedy presidente, fue llamada a comparecer ante una Comisión del Congreso para el estudio de los pesticidas. La Comisión recomendó iniciar políticas de protección de la salud pública y de conservación de la naturaleza, que se concretaron en la Ley nacional de protección ambiental y en la creación de la Agencia de protección ambiental. Rachel había muerto ya, pero su lucha contribuyó decisivamente a la cristalización de un incipiente movimiento ecologista en su país y en todo el mundo, así como a la instauración del Día de la Tierra.
Era una sabia, pero lo que subyace a su interés por el conocimiento es la pasión que revela este librito. “Yo sinceramente creo -escribe- que para el niño, y para los padres que buscan guiarle, no es ni siquiera la mitad de importante conocer como sentir. (…) Es más importante preparar el camino del niño que quiere conocer que darle un montón de datos”. Y esa es la riqueza de esta obra, que transmite la alegría del asombro, que enseña no sólo a mirar, porque “otros sentidos aparte del de la vista pueden evidenciar posibilidades de deleite y descubrimiento”, como “el olor de la bajamar” o “el canto de un zorzal (…) las voces de los seres vivos: ningún niño debería crecer sin conocer el coro de los pájaros al amanecer en primavera”.
No es un libro de ciencia, sino de contemplación, que eso es el asombro: mirar sin apropiarse sino entregándose al gozo de la existencia de lo contemplado. Suelo citar a Arturo Paoli a este propósito. “La actitud contemplativa -escribe- se distingue netamente del esteticismo –hijo natural del capitalismo- porque la contemplación madura en la comunión con el hermano fuego, con la hermana agua, con el hermano lobo y descubre una fraternidad cordial y alegre con las cosas, mientras que el esteticismo termina en el placer visual y en la extrañeza, sin sacarnos de la soledad”.1
“Los placeres que perduran al contacto con la naturaleza -acaba- no están reservados a científicos, sino que están al alcance de cualquiera que se sitúe bajo el influjo de la tierra, el mar y el cielo y su asombrosa vida.”
¡Que aproveche!
1 Paoli, A. La perspectiva política de San Lucas. Siglo XXI Editores.
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