¿Hasta donde llega el cambio de actitud del Vaticano hacia la mujer?

En este primer trimestre del año Francisco nos está sorprendiendo con pequeñas decisiones que afectan a la estructura y organización de la Iglesia católica. El motu proprio de Francisco del 10 de enero de 2021 que modifica el canon 230.1 y el nombramiento de la religiosa Nathalie Becquart como subsecretaria del sínodo de obispos con derecho a voto nos muestran un papa dispuesto a hacer cambios en la estructura vaticana, aunque con cierta -algunos dirían demasiada- cautela. 

Reivindicación y reconocimiento. Cuidar el presente para crear futuro

Se trata de dos ámbitos organizativos diferentes. El primero afecta a la liturgia y la organización de la comunidad. El segundo, a los órganos consultivos de la Iglesia. Paso primero a hacer una breve reflexión sobre los dos hechos, antes de esbozar algunas conclusiones sobre este camino tomado por el pontífice.

Equipo de monaguillos y monaguillas mixto en una parroquia italiana. Fuente: La Provincia di Como

El motu proprio que permite que las mujeres suban al altar puede interpretarse de muchas maneras. En realidad, no es directamente una cuestión de mujeres sino laical, pues se suprime la palabra “varón” por el plural “laicos” para la asignación de tareas ministeriales en los sacramentos. Ese plural “laicos” hace referencia a hombres y mujeres y por lo tanto hay un segundo nivel implícito de interpretación que es la subida al espacio del altar por derecho de las mujeres. Con ello Francisco mejora la sinodalidad dando espacio al laicado, algo que ya estaba esbozado en el Concilio, y con ello un espacio mayor a las mujeres. 

No vamos a hablar todavía de igualdad, pues es un cambio muy pequeño; para algunos nimio, para otros quizá muy evidente y tardío, pues en algunos lugares hace ya muchas décadas que se ve en los altares de algunas iglesias a mujeres leyendo y siendo acólitas en la eucaristía dominical. Francisco da continuidad a la reflexión de los últimos sínodos sobre el papel de la participación del laicado en los sacramentos a través de los ministerios y cumple su palabra al ir introduciendo pequeños cambios a favor de una sinodalidad real.  

El cambio en el apartado 1 del canon es muy pequeño, pero muy sustancioso porque tiene grandes consecuencias eclesiales. Nos sitúa en una posición diferente a la hora de afrontar la vida celebrativa de la Iglesia. Pero también va más allá de la liturgia. Nos preguntamos ¿será el inicio de un proceso tímido de modificaciones en algunas partes del derecho canónico? ¿Tendrá continuidad o será un cambio aislado? No lo sabemos.

Cambios pequeños, pero cambios

En principio, algunos y algunas podemos pensar que realmente es un cambio muy pequeño. Parece que llega tarde como he dicho antes, pues que haya mujeres leyendo, repartiendo la comunión, o ayudando al sacerdote en la misa no es una situación extraña en algunos lugares. El cambio llega tarde podemos pensar, pues ya es una realidad de hecho que hoy recibe su reconocimiento de derecho.  Con el decreto Francisco apoya y corrobora lo que las circunstancias, el sensus fidei y, digámoslo así, el sentido común de nuestras comunidades ven con normalidad, ejerciendo una participación sin diferencia de sexo y demostrada cada semana en sus celebraciones dominicales. Algunas y algunos pueden decir que es insuficiente, porque lo que ya se hace debe ser acompañado con otras decisiones de mayor alcance. No es suficiente “ayudar” en la liturgia para hablar de una verdadera sinodalidad. No es suficiente que “permita” subir al altar en circunstancias especiales, en sustitución del sacerdote. Esta situación no desclericaliza la liturgia ni la sacramentalidad de la que participa toda la comunidad cristiana solo como observadora y destinataria. 

La sinodalidad no es permitir que las mujeres -por extensión, el laicado- suban al altar como una concesión paternalista al Pueblo de Dios. La sinodalidad es hacer de la liturgia un espacio compartido y coordinado, repartido y corresponsabilizado. ¿Cómo llegar a esta nueva realidad comunitaria si se dan pasos tan pequeños como dejar que las mujeres hagan lo que ya hacen? 

Necesitamos más pasos, decimos otros y otras, más rápidos, más propios del siglo XXI que del XX, pues se nos despedirá el siglo y no habremos respondido a sus signos. El cambio del canon 230 es importante, sobre todo por lo que no se dice en el motu proprio, pero queda implícito en él; esto es, la apertura de una rendija por donde socavar los cimientos de una Iglesia católica patriarcal y clerical. 

Se ve más claramente en cómo afecta el cambio en el tercer apartado del canon:  que las mujeres puedan suplir al ministro en sus funciones como ejercitar el ministerio de la palabra, presidir algunas liturgias, administrar el bautismo y dar la comunión sin que algunos fieles se cambien de fila por el hecho de recibirla de una mujer. Esta nueva situación reconoce la autoridad de las mujeres en materia de experiencia de fe y liderazgo dentro de la comunidad. Se reconoce su autoridad en su palabra predicada y por tanto que su experiencia de fe y su teología tiene el mismo valor que la de los varones. Se reconoce que las mujeres pueden representar a la Iglesia como anfitrionas de su comunidad acogiendo a los bautizados en la gran comunidad. 

La importancia del reconocimiento

El reconocimiento es un paso esencial en el camino para el diálogo. Se equilibra la relación entre lo que se hace cotidianamente con lo que se visibiliza de forma oficial. El sínodo de la Amazonía dejó claro que la participación activa (y no pasiva como mandan los cánones) de las mujeres es más frecuente de lo que pensamos. 

Algunos, inquietos y no conformes con los cambios que favorecen la igualdad y la sinodalidad, dicen: pues si ya se hace, ¿para qué cambiar las cosas? Sienten cierto temor de que, si se da alas a los laicos y en concreto a las mujeres, un mundo que desconocen y a veces temen, pueda generar una crisis interna que desestabilice nuestra (y digo en primera plural intencionadamente) zona de confort. Lo cierto es que ya estamos en crisis y la zona de confort se ha abierto a otras formas, el siglo y la historia nos obliga a reconstruir ese espacio, aunque no queramos. 

El desconocimiento del mundo femenino hace que algunos desconfíen de las cualidades diversas de las mujeres (predicación, liderazgo, gestión, mediación, etc.) como si se fuera a desatar con esta apertura una actitud revanchista, que quiere sustituir a los hombres por las mujeres. Nuestro imaginario femenino cristiano ve como “impropia” esta actitud en las mujeres, siempre presentes en la Iglesia como agentes pasivos, disponibles y silenciosos. 

No se trata de esto, se trata de caminar juntas y juntos. Aceptándonos y reconociéndonos sin mirar nuestros sexos sino nuestras cualidades. No, el reconocimiento es importante, pues equilibra la igualdad y restituye lo usurpado por tantos siglos de mirada androcéntrica. El reconocimiento obliga a la reciprocidad, a la dignidad, a aprender a escuchar al que nunca escuchamos, en este caso las creyentes silenciadas, aunque sea de mala gana para algunos. Hace “apropiado” que se acepten las reivindicaciones de las mujeres como una forma de crecimiento comunitario, porque nos obligamos, todos y todas, a escucharlas. Así que el cambio de una palabra ya no es tan pequeño, pues obliga a seguir en el diálogo entre reivindicaciones y reconocimientos. 

La “cuota” de género llega al Vaticano

Y esto nos lleva al nombramiento de Nathalie Becquart como subsecretaria en un organismo clerical y masculino. Aquí quisiera apuntar una cuestión importante. El nombramiento es lo que a ojos de muchas mujeres creyentes se expresa, con cierta ironía, como la “cuota comunitaria”. Es decir, es costumbre en nuestras comunidades un cierto paternalismo con muy buena voluntad de incluir a una mujer en el grupo coordinador, líder o de profesorado para apaciguar nuestra conciencia y poder decir con tranquilidad que ya hemos incluido a una mujer y no somos tan resistentes al cambio. Una mujer no molesta, está en minoría y pasa casi desapercibida. Muchas veces tiene una labor asistencial, como secretaría, como el caso de Becquart. Hacernos conscientes de este hecho favorece el que hagamos camino para romper un paternalismo institucional que “tolera” la presencia de las mujeres como un gesto de buena voluntad. 

Por un lado, que esta “cuota” femenina haya llegado a Roma es una buena noticia, quiere decir que tenemos un camino andado que ya no se puede desandar. Debe haber mujeres y nos obligamos a ello oficialmente. Por otro, nos recuerda, como la propia Becquart ha señalado de su nombramiento, que se trata de una puerta abierta que continúa el camino de cambios hacia la igualdad de presencias de mujeres y hombres en la estructura organizativa de la Iglesia. 

La religiosa Nathalie Becquart

Pero entonces, se pueden preguntar algunos, ¿es la paridad de sexos el objetivo de este camino? Pues sí y no a la vez. Sí, porque no ha habido presencia femenina nunca en veinte siglos de cristianismo. Si nos ceñimos al Evangelio y a la propuesta de comunidad que hace Jesús ciertamente debe haberlas. No, porque esto es una estrategia, no un fin. Es una estrategia para normalizar lo que las primeras comunidades ya hicieron y se les fue arrebatado: la diversidad de carismas en función de la vocación personal y no en función del sexo. La reivindicación de la igualdad evangélica (el feminismo cristiano, si se quiere llamar así) tiene como objetivo desaparecer, cuando la normalidad y diversidad real no la necesite como herramienta. Mientras caminamos hacia este horizonte por ahora utópico, necesitamos de ella.

Becquart también ha señalado que “la Iglesia está en continua evolución, en continuo discernimiento y transformación. Por lo que esto no es un proceso cerrado», palabras que se suman a la política de conversión eclesial de Francisco y que al menos iluminan en parte el proceso de reformas que el evangelio y los signos de los tiempos nos obligan a realizar en este siglo.

Pequeños cambios. También las semillas son pequeñas cuando caen en tierra. Pequeños cambios que cuidar. Las semillas deben ser cuidadas y regadas para que se desarrollen y den fruto. Muchos deseamos que no se interrumpa este proceso transformativo que estamos presenciando. La continuidad depende no solo de las decisiones del pontífice en forma de motu proprio, sino que depende también de una comunidad que se moviliza y se manifiesta. 

Está en la comunidad cristiana la agencia para reivindicar cambios grandes que se deriven en pequeños cambios que, aunque insuficientes, nos lleven a lo grande más rápidamente. Está en la comunidad cristiana abrir diferentes frentes de diálogo que articulen la reivindicación con el reconocimiento. Está en la comunidad cristiana manifestar sin miedo, con parresía, el sensus fidei que clama por la inclusión evangélica como sacramentalidad cristiana del siglo XXI. Está en la comunidad cristiana ocupar con nuestras palabras y nuestros gestos de laicas y laicos las liturgias, las comunidades locales y las diócesis, sin esperar al reconocimiento, pues bien sabemos que llegará tarde. 

Mantener la tensión del diálogo intraeclesial supone dar continuidad a pequeñas e insuficientes reformas que nos llevarán a otro cambio pequeño e insuficiente, y después a otro y así sucesivamente. Quizá la acumulación de cambios fructifique al fin en una Iglesia del siglo XXI inclusiva y feminista. Sin duda los cambios de estos meses nos invitan a seguir trabajando sinodalmente por una Iglesia que cuida el presente para crear futuro. Un futuro de mujeres y hombres que se reconocen mutuamente en la hermandad de las hijas e hijos de Dios.

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