Tengo una columna

Cuando, en alguna ocasión, me han pedido hacer una presentación de mi persona, en cada una he comenzado diciendo que siempre he tenido mucha suerte y uno de los muchos elementos que han contribuido a configurar esta vida afortunada ha sido tener una columna. Precisamente esta que ahora estás leyendo, una columna en Alandar.

Ahí es nada. Que cada mes se te ofrezca la posibilidad de sentarte ante el ordenador y escribir 3.500 o 4.000 caracteres que la semana siguiente te van a publicar.

Una columna en la que puedes decir lo que quieras -es “tu” columna- y nadie puede meter baza en ella (aunque es cierto que puede haber comentarios).

Cada vez que pasa un mes -y pasan muy deprisa- me pregunto: ¿se me ocurrirá algo para el próximo mes?

Supongo que habrá quien piense que una columna mensual no es nada, que cualquiera puede escribirla, que hay muchos periodistas que tienen una semanal y, algunos, hasta una diaria. Sea como sea en otros casos, en el mío, mantener una columna no me resulta tan fácil. Porque es menester recordar que una columna conlleva responsabilidad.

De ahí que haya querido redactar y dedicarme una especie de código deontológico:

  • Hay que procurar escribir algo interesante. No basta con traer cualquier comentario, con reflejar cualquier idea que circule por ahí.
  • Hay que hablar de lo que se sabe y no meterse en jardines ajenos y desconocidos.
  • Cada uno tenemos nuestras filias y nuestras fobias. No hay que aprovecharse de la columna para darles publicidad.
  • Lo que se diga ha de ser razonable y razonado. Y, por supuesto, no se puede insultar a nadie.
  • A ser posible, copiando a Eugenio D´Ors, la columna tiene que pasar de la anécdota a la categoría. Que no se reduzca a mera charleta de café.
  • Copiando lo que Mounier decía de los periódicos, toda columna tiene que molestar siempre a alguien, pero no siempre a los mismos.
  • Hay que procurar echar mano del humor que, en gran medida, es la sal de la existencia.
  • Y, finalmente, sobre todo a mi edad, cuando se empiecen a notar síntomas de senilidad, bajarse de la columna. No esperar a que te bajen.

Creo que no siempre los columnistas cumplen con este código. He aquí algunos ejemplos.

Antonio Gala, después de colaborar en El País, pasó a tener un comentario diario en El Mundo. Al final acabó cumpliendo el principio de Peter: llegó al nivel de su incompetencia.

Javier Marías, excelente columnista, no podía evitar cada año redactar una página antirreligiosa aprovechando que las procesiones de Semana Santa le obstaculizaban, al parecer, la entrada y salida de su casa. Una fobia que no lograba guardar para sí.

Maruja Torres, que tenía una página en el suplemento dominical de El País, era peor: una vez escribió que el dogma de la Inmaculada Concepción se había formulado para justificar el sexo sin placer (¿). Y en otra ocasión descargó su malhumor porque había estado con gripe en la cama y en la televisión daban ¡la visita del Papa a España!

Quiero, en cambio, rendir un homenaje a una persona casi olvidada a no ser por el instituto y el equipo de baloncesto, Ramiro de Maeztu. Perteneciente a la generación del 98, fue el único que conservó durante toda su vida la preocupación por España. Trabajando siempre como periodista, se le atribuyen unos 16.000 artículos, más de uno cada día.

Y a mí que, a veces, me parece difícil escribir uno al mes.

Autoría

  • Carlos F. Barberá

    Nací el año antes de la guerra y en esta larga vida he tenido mucha suerte y hecho muchas cosas. He sido párroco, laborterapeuta, traductor, director de revistas, autor de libros, presidente de una ONG, dibujante de cómics, pintor a ratos... Todo a pequeña escala: parroquias pequeñas, revistas pequeñas, libros pequeños, cómics pequeños, cuadros pequeños, una ONG pequeña... He oído que de los pequeños es el reino de los cielos. Como resumen y copiando a Eugenio d'Ors: Mucho me será perdonado porque me he divertido mucho.

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