El mejor mundo posible

En el año 1710 el filósofo alemán Gottfried Leibniz escribió una reflexión nada fácil titulada Tratado de teodicea. De esta obra compleja quedó para el saber corriente la afirmación de que “vivíamos en el mejor de los mundos posibles”. Esta frase concitó muchas críticas, entre ellas la de Voltaire quien, en su novela Candide,la ridiculizaba retratando un personaje, Pangloss que, a pesar de las múltiples desgracias que le acontecen, repite una y otra vez: “todo va de la mejor manera en el mejor de los mundos posibles”.

Yo no quiero en estas líneas adscribirme al juicio de Mario Benedetti, para el que “un pesimista es un optimista bien informado”. Ni tampoco a la corriente de optimismo que parece tomar impulso. Por ejemplo, el científico cognitivo Stephen Pinker publicó en 2011 Los ángeles que llevamos dentro: el declive de la violencia y sus implicaciones en el que, con gran abundancia de datos, demostraba que el mundo nunca había sido menos violento.

No, yo quiero defender la idea de que no vivimos en el mejor de los mundos sino en el mejor posible.

Porque, en teoría, la humanidad puede tomar mejores decisiones, puede caminar hacia un mejor reparto de los bienes, en línea con todo lo que dice tan acertadamente la encíclica Fratelli tutti. Pero es que existen Vladimir Putin y Xi Jinping y Kim Jong-un y Lukashenko y Obiang y Ortega y Maduro y Erdogan y los yihadistas y –ahora en la reserva- Trump y Bolsonaro. Se trata de las figuras más destacadas y faltan otras de segunda fila. Sin duda estos acabarán muriendo, pero es seguro que ya se preparan sus reemplazantes.

Son personajes que, salvo en dos casos, han sido y seguirán siendo elegidos en votaciones democráticas y hoy disponen de un poder que raramente antes han tenido los dictadores. Pueden silenciar los medios de comunicación supuestamente globales, pueden dominar la publicidad, pueden eliminar a los opositores en su propio país o en otro, pueden corromper a la justicia, pueden organizar y mantener guerras, pueden influir en las finanzas mundiales, pueden condenar al analfabetismo y a la esclavitud a la mitad femenina de la población y tienen armas para amenazar a la humanidad entera. En definitiva, pueden condicionar la marcha del mundo que pasa a ser, así, el único -y, por tanto, el mejor- mundo posible.

¿Qué nos queda, pues, por hacer? Mi opinión es que cada uno debe ser defensor de su pequeño mundo. En el capítulo VI de Fratelli tutti el papa Francisco sueña con un clima de “diálogo y amistad social”. En ese mundo toda agresión -no solo la sexual- debería estar condenada. No debería tolerarse que nadie rompa el bien tan preciado de la convivencia, nadie debería dañar esa virtud cristiana -hecha después universal- de la fraternidad.

Como dice Isaías en un texto que hemos leído recientemente: “Si apartas de ti toda opresión, el señalar con el dedo y la maledicencia, si repartes tu pan con el hambriento y consuelas al afligido brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se hará mediodía”.

Entonces viviremos en el mejor mundo posible. Y será mejor que este.

Carlos F. Barberá
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