El día de las elecciones, a las 10 menos cinco de la mañana, cuando terminaba de preparar la eucaristía que iba a presidir en la pequeña parroquia en la que colaboro, se me presentó de repente un joven alto, guapo y con sotana. Se informó sobre si iba a presidir la misa y me preguntó: ¿Puedo concelebrar? Le contesté: “La verdad es que no”. Me salió del alma.
Tuve que improvisar la razón de mi negativa. Le dije que yo solo me bastaba para presidir esa eucaristía y que no veía qué es lo que añadía su presencia. Le invité a sentarse con la comunidad y celebrar como otro fiel cualquiera. No contestó. Hizo una genuflexión, la repitió a la salida y se marchó.
Comencé la misa contando el incidente -la mayoría de los presentes me dio la razón a la salida- pero aun sigo pensando en él. Está claro que el demandante no consideraba que tuviera el mismo valor la misa celebrada eventualmente junto a la comunidad que la celebrada a mi lado. En el primer caso era una misa y en el segundo eran dos, dos por el precio de una.
No hace falta explicar que esa concelebración iba a ser muy poco práctica: habría que explicar a la comunidad quién era aquel joven y por qué estaba allí, no había tiempo de ponerle al tanto del estilo y las modificaciones de las eucaristías que celebramos, quizá se hubiera sentido molesto con la homilía… Pero, aparte de esas razones prácticas, quedaban otras cuestiones de fondo.
Hay una pregunta clásica de los jueces o detectives a la hora de interpretar una conducta rara y más aun si se ha consumado un delito: Cui prodest?, ¿a quién beneficia?
La pregunta, ciertamente, se puede aplicar en este caso. Entrar en casa ajena -aunque sea una casa familiar- y pretender ocupar un puesto relevante se hace, sin duda, porque se piensa que se trata de un acto beneficioso. ¿Para quién?
Desde luego no para la comunidad, sin duda tampoco para Dios, que no es una especie de contable que se alegra con cada nueva ofrenda que entra en la caja. Ya sólo queda el cura solicitante. ¿Por qué le aprovecharía?
Vayamos al principio del principio. Jesús muere en la cruz, los discípulos tienen la experiencia del Resucitado y recuerdan que Él les encomendó repetir aquella cena última. Y en efecto, empiezan a reunirse en las casas y a partir el pan.
Con el tiempo, la vida y la muerte de Jesús reciben una interpretación sacrificial y, por tanto, también la eucaristía que las hace presentes -el sacrificio de la misa-, a pesar de que Jesús había repetido: misericordia quiero y no sacrificios. Por ese camino, cuantos más sacrificios, mejor. Dos misas mejor que una.
Lo malo es que esa teología ya trasnochada se les siga enseñando a los curas jóvenes y piadosos.
¿Por qué hay concelebraciones? En mi opinión, se trata de un gesto con valor únicamente social. Muere una persona y un par de curas conocidos quieren dar mayor relevancia a la misa por el difunto. Un antiguo párroco viene al cabo de años y quiere aportar su plus de recuerdo y amistad copresidiendo. Nada más.
Hace ahora justo dos años falleció uno de los vicarios de zona de Madrid. Yo asistí a la misa como un fiel cristiano, pero concelebraron el arzobispo, cuatro obispos auxiliares y unos cincuenta o sesenta curas. Al final le pregunté a uno: “¿Y este espectáculo? ¿No dijo Jesús: dejad que los muertos entierren a sus muertos?” Se enfadó muchísimo.