Óscar Romero, santo en ciernes

“Si el papa quiere, canonizará a monseñor Romero el 15 de agosto”. Lo dijo el pasado marzo su sucesor, José Luis Escobar Alas, actual el arzobispo  de San Salvador, a la salida de un encuentro de la jerarquía de la Iglesia salvadoreña con Francisco en el Vaticano. La reunión tuvo un tema único: el proceso de canonización del arzobispo mártir. Un par de semanas antes había llegado a Roma la documentación del cuarto milagro atribuido al hoy beato, necesario para subir el siguiente escalón: la santificación.

San Romero de América, en feliz denominación de Pedro Casaldáliga, ya es considerado santo por muchos en todo el continente latinoamericano y mucho más allá. O, mejor todavía, Romero sigue viviendo en ellos, como profetizó él mismo: “No creo en una muerte sin resurrección. Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño (…). Si consiguen matarme, diles que perdono y bendigo a los asesinos. ¡Si pudieran ver cómo pierden el tiempo! Podrá morir un obispo, pero la Iglesia de Dios que es el pueblo no desaparecerá nunca”. Romero dijo esto a una periodista mexicana dos semanas antes de morir, justo tras predicar sobre el grano de trigo que debe caer en la tierra y morir para dar fruto.

En el centenario de la muerte de Oscar Romero, la canonización del obispo de san Salvador está más cerca que nunca.Pero a la Iglesia salvadoreña le hacía -y le hace- especial ilusión que el reconocimiento oficial de la santidad fuera este verano y, a ser posible, el 15 de agosto y en la catedral de San Salvador que lo vio morir, donde ya fue beatificado en 2015 ante 300.000 personas llegadas de 57 países. “Sería para nosotros una bendición muy grande”, dijo monseñor Escobar. A tal fin, invitaron al pontífice a viajar a El Salvador para entonces. Ese día, festividad de la asunción mariana a los cielos, se cumplirán los primeros 100 años del nacimiento de Óscar Romero. ¿Cabe fecha más simbólica?

Aunque el rumor, creciente, corre desde entonces, el Vaticano no se ha pronunciado sobre la cuestión. Y, de momento, cuando se escriben estas líneas a finales de mayo, no hay ningún viaje papal previsto para el mes de agosto. Francisco, al parecer, ha expresado también un deseo: llevar a cabo en una misma ceremonia la canonización de Romero y la beatificación de Rutilio Grande, un jesuita que fue igualmente martirizado en El Salvador en 1977 y cuyo asesinato hizo que Romero “abriera los ojos” ante lo que estaba ocurriendo en su país y abanderase desde entonces la lucha por la justicia y los derechos humanos de los más desfavorecidos.

El proceso del padre Grande, de quien el papa ha hablado con admiración y a quien ha citado como ejemplo en más de una ocasión, está también en Roma en su fase final. Y, aunque teóricamente estas cosas van despacio, no sería de extrañar, a la vista de la rapidez que han experimentado otras canonizaciones cercanas en el tiempo, que estuviera todo preparado en los próximos dos meses. Interés no falta, desde luego.

Mientras, los gestos de Roma son frecuentes, y cada vez más elocuentes. El último ha sido la designación como cardenal de Gregorio Rosa Chávez. Que un obispo auxiliar reciba el capelo cardenalicio es algo inusualmente raro en la historia de la Iglesia. Que lo haga por encima de su arzobispo es una primicia absoluta. Monseñor Rosa, que será además el primer cardenal salvadoreño y está ya de retirada –el septiembre cumple 75 años y debe presentar su renuncia-, ha estado unido durante toda su carrera a la figura de Óscar Romero. “Un amigo muy querido de siempre”, llegó a escribir de él el arzobispo asesinado. Originarios de la misma diócesis, el neocardenal debe en gran parte su vocación, como ha reconocido públicamente, al defensor de la Iglesia de los pobres en América Latina.

Fue nombrado obispo auxiliar apenas dos años después del martirio de Romero y, desde entonces, no solo ha conservado vivo su legado –incluso, a veces frente a sus propios superiores, los primeros sucesores de Romero en el arzobispado, que intentaron desmantelarlo por completo- sino que se dedicó en cuerpo y alma a impulsar, a pesar de innúmeros obstáculos, el proceso de beatificación -primero- y canonización, luego. Su nombramiento es, pues, un acto de desagravio a un hombre “ninguneado” a causa de su fidelidad también por Juan Pablo II y Benedicto XVI, que lo mantuvieron como “auxiliar” durante estos 35 años. Casi podría decirse, como ha señalado algún teólogo, que Francisco ha querido premiar con el cardenalato a la figura de Óscar Romero en la persona de Rosa Chávez.

Lo corrobora el jesuita alemán Martin Maier, con un cuarto de siglo de trabajo en El Salvador: “El papa Francisco se ha tomado de forma personal la canonización de Romero porque ve en él un modelo a seguir. Romero y él son, de hecho, hermanos en espíritu y solidarios en la preocupación por los desprotegidos. El cambio y la esperanza que Romero buscó y realizó continúa hoy con Francisco al frente de la Iglesia: la denuncia de la idolatría del dinero y de la injusticia de las estructuras políticas y económicas, la opción por los pobres que se deriva de la fe cristiana, etc.”.

Así, hay quien sigue pensando que el anuncio caerá tarde o temprano. El 28 de junio, día del consistorio en el que se hará cardenal a monseñor Rosa, podría ser una buena fecha, sin desmerecer al resto. ¿Alguien apuesta por ello?

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