Jesús A. Núñez Villaverde
El penoso espectáculo del último Consejo Europeo, celebrado por videoconferencia el pasado 26 de marzo, deja un poso de frustración tan potente que será difícil de olvidar por mucho tiempo, incluso aunque al final el Eurogrupo logre acordar alguna medida común para hacer frente a la pandemia de COVID-19 en la que estamos sumidos. Lo que se puso de manifiesto en la reunión de los 27 jefes de Estado y de gobierno fue, por un lado, que para algunos de los más poderosos económicamente (con Alemania y Países Bajos a la cabeza) algo tan abstracto como “el marco regulador” está por delante de la vida humana. Igualmente, se volvió a constatar el grado de irrealidad en el que viven algunos de esos gobernantes cuando no entienden que, además de la salud de los 460 millones de ciudadanos comunitarios, es la propia credibilidad del proyecto europeo la que está en juego, mientras sigue aumentando el número de muertos y el impulso antieuropeísta y euroescéptico, sobre todo entre quienes han sido mas golpeados por la crisis desatada en 2008.
No fue aquella crisis, de la que todavía no podemos decir que hayamos salido y que ya ha dejado a muchos atrás, la única mácula en el historial de la Unión Europea (UE) en lo que llevamos de siglo. Porque bien puede decirse lo mismo tras el 11-S, visibilizando una sonora fractura entre lo que entonces se denominó la “nueva” y la “vieja” Europa, con países que siguieron a Washington en una guerra ilegal en Irak, mientras otros reclamaban una postura común que nunca se alcanzó. Y otro tanto vale para la vergonzosa, insolidaria e ineficaz respuesta dada en 2015-16 a los millones de desesperados que llamaban a las puertas del club más exclusivo del planeta. Una respuesta marcada por un descarado “sálvese quien pueda”, absolutamente contrario a las obligaciones jurídicas contraídas (especialmente el Estatuto de Refugiados de 1951) y los valores y principios que decimos defender como democracias consolidadas. Sin olvidar que eso mismo vuelve a repetirse ahora a las puertas de Grecia y en aguas mediterráneas.
La UE se la juega; o, lo que es lo mismo, nos la jugamos todos. Se la juega el proyecto más exitoso de la historia de la humanidad en prevención de conflictos violentos y el proyecto más ambicioso de la historia moderna para superar anacrónicas visiones nacionalistas. Se juega el llegar a convertirse en un actor de envergadura mundial con una voz única en el escenario internacional, como reza la Estrategia Europea de Seguridad (2013) y contar algún día con una verdadera autonomía estratégica (como se recoge en la Estrategia Global de la UE (2016), mientras voces tan autorizadas como la propia Angela Merkel hablan ya abiertamente de la progresiva irrelevancia de la Unión en los asuntos mundiales. Y, por supuesto, nos la jugamos todos porque debemos tener claro que, frente a los riesgos y amenazas que hoy definen el mundo globalizado en el que vivimos, ningún Estado nacional en solitario tiene la fuerza suficiente para hacerles frente con mínimas garantías de éxito. Solo la suma del capital humano, social, político, económico y de seguridad que posee cada una de las 27 potencias medias y pequeñas que conformamos la Unión puede permitirnos mantener y mejorar nuestro privilegiado nivel de bienestar y seguridad, aportar una contribución significativa a un mundo mejor y, en lo que ahora nos ocupa, hacer frente tanto al reto humano como al socioeconómico que nos demanda la explosión de la pandemia.
Lo malo es que entre unos y otros estamos enterrando a la criatura.
Con demasiada frecuencia se presenta a Bruselas como “la bruja del cuento”, cuando algunos gobiernos nacionales quieren librarse de la responsabilidad que les corresponde en la adopción de medidas que pueden ser impopulares. Una imagen que, en definitiva, hace muy difícil generar europeísmo y que, por el contrario, nutre la crítica destructiva. Por otro lado, son muchos los errores e incoherencias de las políticas gubernamentales (sirva el comercio de armas o el apoyo a gobernantes abiertamente antidemocráticos como ejemplo). Y todo eso daña, como no puede ser de otro modo, un proyecto que, en todo caso, sigue estando a medio camino tanto en el ámbito económico como, mucho más aún, en el político.
Nada de eso sirve de excusa para tratar de justificar la falta de reacción ante la pandemia, cuando la UE se ha convertido en el foco principal (con Estados Unidos ya tomando la delantera). Es cierto que tanto el Banco Central Europeo- tras rectificar la inicial metedura de pata de su presidenta- como la Comisión Europea- con escasas competencias en materia sanitaria- han ido moviendo sus respectivas fichas. Pero es el Consejo Europeo, como máximo órgano de decisión en la Unión, el que debe liderar la respuesta. Y hasta ahora su inacción es palmaria y altamente dañina.
El coronavirus SARS-Cov-2 no reconoce fronteras, religiones, etnias ni nacionalidades. Nos afecta a todos por igual y de ahí que resulte inquietante que no se haya llegado a establecer directrices operativas para coordinar la respuesta, fijando medidas comunes sobre pruebas a realizar a los posibles contagiados o modalidades de cuarentena. Tampoco se han adoptado decisiones que garanticen el suministro de material dónde sea necesario y asegure el funcionamiento de los sistemas sanitarios. Y en el terreno económico, sumidos simultáneamente en una crisis de oferta, de demanda y financiera, la orfandad de liderazgo y de solidaridad es espeluznante. Mal presagio para lo que nos queda.
*Jesús A. Núñez Villaverde – Codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH)
Texto para Alandar, N. 367, abril de 2020