Entre los días 17 al 22 de septiembre se ha celebrado en la ciudad de Salamanca la VI Semana de Pastoral organizada por la Diócesis, para reflexionar sobre la Nueva Evangelización. Este hecho ha provocado en mí, nuevamente, la reflexión en torno al kerigma de la Iglesia de hoy.
Una prioridad emerge en estos tiempos de crisis, también, para la Iglesia: ¿cómo articular la transmisión del mensaje de Jesús? Muchos son los debates, fundamentalmente capitaneados por los doctores en teología que, en ocasiones, más que ayudarnos al “pueblo de a pie” en nuestro discernimiento nos confunden con sus laberintos doctrinales.
No dudamos, desde nuestra ignorancia, de la necesidad de una formación y acompañamiento que nos permita conocer en mayor profundidad aquello por lo que hemos optado y apostado como brújula en nuestra vida, desde un ejercicio de libertad, al menos en la madurez.
Pero seguir a Jesús no requiere de un alto grado de instrucción, más bien al contrario; requiere de un alto grado de compasión, entendiendo por tal la capacidad no solo de reconocer al otro, sino de reconocerme solo a través del otro, entrando de esta forma en el espacio del conocimiento como la aprehensión de la vida en el contacto más íntimo con el origen común de la humanidad.
Indiscutiblemente los seres humanos caminamos en una existencia desde una identidad genuina, personal y comunitaria. Caminar no da siempre como resultado avanzar, la persona puede moverse sobre su propio eje produciendo una constante espiral -no permitiéndole avanzar en el camino- o puede moverse desde la conciencia del yo y en relación con las demás personas y es entonces cuando podemos decir que se hace camino, que se avanza en la propia existencia y en la existencia del todo, donde los demás seres humanos ocupan un lugar no solo destacado sino nuclear, ya que ellos y ellas configuran mi yo, de aquí nace este sentimiento de compasión y desde esta posición, entiendo, hay que traducir y seguir el mensaje del “maestro”.
La “nueva evangelización” pasa, ineludiblemente, por la construcción de la “teología de la vida” en comunión, desde un gesto de generosidad e incorporando la especificidad de los hombres y mujeres del mundo desde el fiel seguimiento del Jesús de Nazaret.
Este hecho nos obliga en primer lugar a preguntarnos ¿dónde?: “a pie de obra”, obligándonos a contextualizar el mensaje en un mundo plural, complejo, global; con dictaduras encubiertas en el espacio ideológico, cultural, económico, científico, político y social; con violencia estructural sobre los hombres y mujeres como el hambre, el paro, la violación de derechos, la desigualdad en las oportunidades y, en el mejor de los casos, las dificultades de realizar un proyecto personal y comunitario de vida; pero también en un mundo más pequeño que sostiene la solidaridad, que entiende de compromiso y que antepone el tú al yo.
En segundo lugar, ¿cómo?: con una metodología de acción que contemple un constante diálogo con la vida desde la apertura de pensamiento y de hechos. Una comunicación que acoja en su totalidad las dimensiones de la otra persona, que comprenda que la pluralidad constituye una gran riqueza, que nunca resta sino que, por el contrario, siempre suma; solo la diversidad hace posible el encuentro con nuestro hecho común. El miedo a la diferencia atenta siempre contra la convivencia de la comunidad, que tiene como eje de su vida a ese Jesús, que desterró con fuerza el miedo con un método sencillo, “el inclusivo”.
En tercer lugar, ¿quién?: los agentes. Estos no son otros que los canteros y canteras de una Iglesia que, por universal, es la de Dios; este hecho pasa ineludiblemente por la incorporación “sin reservas” de toda la comunidad. La Iglesia no tendría sentido sin “el pueblo de Dios”; nuestro protagonismo no se puede seguir “maquillando”.
Y es aquí, cuando vuelve a resonar con fuerza el espacio de la mujer en el que quiere ser un “nuevo itinerario”. La invisibilidad de la mujer en la estructura de la Iglesia es una constante en la que se dan pasos tan tímidos que esta “fotografía” sigue siendo “fija”; solo apuntaré un dato: más del 70% de la participación “oyente” en el encuentro estaba representada por mujeres, un sostén importante ¡no!, sino fiel reflejo del mantenimiento de la acción pastoral. Sin embargo, la presencia como oradoras fue tan solo de un 5%. No es una cuestión de cuotas, es una cuestión de voz, de visión y de misión.
Hay que romper también en la Iglesia el “techo de cristal”, esta puede ser una buena oportunidad para nivelar las desigualdades existentes; una Iglesia con este déficit no puede denominarse Iglesia de hoy. Hay que romper el techo de una historia para abrirse a la historia de hoy en este camino. Hoy, más que nunca, el mensaje del “hijo del carpintero” ha de ser el ideario de los seguidores y seguidoras y no desde la atención y el interés del ayer o del mañana, sino del hoy. Esta, entiendo y siento, es nuestra misión: reconciliar a los hombres y mujeres con la vida, con tu vida, la mía y la de todas las personas.
Este camino solo es posible desde un profundo cambio en las estructuras y en el interior de la Iglesia, una revisión que se ajuste a las necesidades de una sociedad que se mueve en la construcción de nuevos paradigmas; ya decía Heráclito: “Nada permanece excepto el cambio”.
No busquemos las claves de la nueva evangelización en los espacios conceptuales, sino en los espacios vitales. En ellos emergen nuevos rostros con miradas con las que hay que encontrase y que a veces nos resultan desconcertantes. También se encuentran nuevas formas y concepciones de vida con las que hay que convivir y sentir y que la “nueva evangelización” ha de incorporar. Encontrémonos desde las sinergias, potenciemos las redes de encuentro, abramos el pensamiento a la crítica, el ostracismo aborta las posibilidades de avanzar y hoy hay que caminar con pie firme y sereno; desde el único silencio que crea y recrea la palabra, en oración como espacio común del perdón y la comprensión y siempre compartir como gesto de amor.
Sería deseable que en la transmisión del mensaje nos uniéramos en la búsqueda no tanto de la “verdad” sino de una “verdad compartida” y por ende más universal:
“La verdad es la coherencia del adentro y del afuera.
La verdad es el ser y ser es ser uno, unido, conciliado y que lo de afuera exprese lo de dentro.
¿Qué es la verdad del conocimiento? Es la percepción a través de la forma exterior, de lo que se mantiene debajo: de la sustancia que esta dentro.
¿Qué es la verdad de la expresión? La sinceridad.
¿Qué es la verdad de las formas? ¿El esplendor de la verdad? La belleza.
¿Qué es la verdad de los actos? La justicia.
¿Qué es la verdad de la conciencia? La unificación interior y la conciencia de si.
Si. ¿Qué es la verdad? Es la transparencia de la forma”
(Lanza del Vasto. 1976)
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