Como cristianos y ciudadanos, nos preocupa cómo se está abordando el tema de la reforma de la ley del aborto. Rechazamos tanto la banalización del discurso como las posturas fundamentalistas. En nuestra asociación, hemos celebrado recientemente un debate sobre este tema. Como es natural, ha habido diversas posturas que encarnaban distintos matices. Hemos intentado tener en cuenta todas las perspectivas y analizar la fundamentación científica y ética de cada una. Porque si hay algo que está claro en este tema, es el hecho de que no podemos simplificar creando dos bandos. No tiene mucho sentido hablar de pro-vida, porque todos, cristianos o no, tenemos que estar a favor de la vida. Tampoco podemos dejar de ser pro-elección, porque al final el cristiano siempre debe decidir en conciencia, después de haber discernido. El problema surge cuando el derecho a elegir entra en conflicto con el derecho a la vida. Efectivamente, el Dios cristiano es el Dios creador, el Dios de la vida, que crea personas con conciencia. En esa conciencia, reside lo más sagrado del ser humano: su dignidad. “Ciertamente, en lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo… cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole de que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal; haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente» (C. Vat. II. Gaudium et Spes, nº 16). El ser humano, si es honrado, puede descubrir a Dios en su conciencia. Para el cristiano, la fe está por encima de la propia vida. La vida es un valor fundamental, universal, pero no absoluto. La propia Conferencia Episcopal Española afirma en su propuesta de Testamento Vital: “Considero que la vida en este mundo es un don y una bendición de Dios, pero no es el valor supremo y absoluto”. Por lo tanto, como cristianos tampoco podemos eludir el deber de obedecer a nuestra conciencia, por encima de autoridades civiles o eclesiásticas.
Junto a estos dos elementos, vida y dignidad de la conciencia, tenemos que aportar que, al estilo paulino, el creyente debe ser también un buen ciudadano. Y en este sentido, hay que subrayar que no se pueden equiparar el debate jurídico, el religioso y el ético. Tomás de Aquino afirmaba que el papel de la ley no consistía en prohibir todo aquello que era inmoral. La ley está para regular la convivencia, y lo lógico es que defienda valores que están mínimamente consensuados en la sociedad. Y precisamente, sobre el aborto, no hay un consenso claro y nítido. No podemos equiparar ética y derecho, ni ética y religión. Porque cada una se sitúa en diferentes planos epistemológicos y experienciales. Esta última distinción es muy importante, ya que la experiencia ética es la experiencia de la justicia, del deber. Y lo constituyente de la experiencia religiosa es la experiencia de lo gratuito, de la gracia que salva. En el actual debate, no se nos aparece ese Jesús que salva y libera, que perdona, nos cuesta mucho trabajo encontrarlo en las condenas y en las vallas publicitarias. Se hace hincapié en una visión del estatuto ontológico y ético del embrión, que es minoritaria en el debate bioético, y no plenamente compartida por los cristianos. En el Evangelio, no encontramos ninguna escena en la que Jesús se acerque a alguien que se plantee abortar, pero no nos lo imaginamos haciendo un discurso moralizante, sino salvando, curando, acompañando, liberando a la gente de circunstancias que agobian y oprimen, comprendiendo y haciéndose cargo de la situación de las personas. ¿Dónde quedan la humanidad y la compasión de Jesús en todo este debate? Jesús no era un experto en bioética, como tampoco lo son muchos obispos, pero sí era un experto en el amor de Dios, seguro que habría encontrado una respuesta humana y salvadora. Como creyentes y ciudadanos, entendemos que hay que legislar para todos, y que lo decisivo del cristianismo de Jesús, es la compasión hacia el prójimo, no una determinada concepción del estatuto ontológico y ético del embrión. Eso es específico del debate bioético, no de la fe cristiana.
Echamos de menos que se olvide tanto algo que con frecuencia subraya Benedicto XVI, el carácter racional del cristianismo. Éste no vive a espaldas de la razón, sino que integra a la persona entera. La fe es una experiencia sobre la que se puede reflexionar. Por eso, nos choca tanto emotivismo moral en la institución eclesiástica, tanta imagen emocional y tan poca fundamentación argumentativa. No podemos reducir la fe a la ética, ni la ética a los hechos científicos, pero el cristiano en un tema como éste tiene que saber posicionarse argumentativamente, teniendo en cuenta los hechos científicos y los argumentos éticos, para luego decidir su posición desde su conciencia creyente. ¿Se están facilitando argumentos y claves de comprensión para el debate? ¿Se puede sustituir un debate basado en experiencias y argumentos por consignas de marcado carácter emocional? ¿Es posible debatir este tema dentro de la Iglesia? Nosotros creemos que sí, se puede y se debe.
Y finalmente, no nos gusta la utilización política e ideológica que se hace de este tema, por parte de nadie: ni de la Iglesia ni de los partidos políticos. Tenemos la sensación de que en todo este asunto, “la defensa de la vida” es poco más que una coartada ideológica. ¿Por qué no hablan del amor al prójimo, que es acerca de lo que se habla en el Evangelio? La Iglesia debería promover un debate social en libertad, donde se busque la verdad, no un debate con las cartas marcadas desde el principio. Como dice el Cardenal Martini, allí donde hay conflictos está soplando el Espíritu Santo. La Iglesia tiene ante sí la oportunidad de acoger ese conflicto, de ser un lugar de encuentro de gente que busca y todavía no lo tiene todo claro. No queremos que este debate se transforme simplemente en una lucha de poder. Rechazamos que esta controversia se utilice para cohesionar y consolidar una eclesiología conservadora basada en el principio de autoridad, excluyendo a cristianos que no se identifican con un modelo de Iglesia clerical, autoritario y masificado. Eso es lo absolutamente opuesto a una verdadera actitud pastoral. Tampoco queremos convocatorias, que sirvan para trazar una línea de separación entre buenos y malos cristianos, ni para pasar lista para ver quienes son de los nuestros. Este tema no puede utilizarse para ampliar la brecha y la división entre los miembros de la Iglesia, con el argumento falaz de “esto es lo que hay, y si no estás de acuerdo, estás fuera de la Iglesia”. Todo esto es muy peligroso. Nos duele esta Iglesia, en la que tantos hemos aprendido a vivir, a pensar, a relacionarnos, a ser creyentes y ciudadanos del siglo XXI.
¿Puede hacer la Iglesia algo distinto? La respuesta es sí. En primer lugar, puede converger con aquellos verdaderamente preocupados por la justicia social y económica. En medio de la crisis social y económica en la que estamos inmersos, echamos de menos un discurso radical sobre la necesidad de defender la dignidad de las personas. En segundo lugar, puede acompañar y asesorar dando argumentos a aquellas personas que quieran tomar una decisión en conciencia. La ley de plazos marca el acento en la decisión de la mujer. La Iglesia podría acoger, escuchar, acompañar, asesorar la decisión de personas que demanden su ayuda. La Iglesia alemana, creó centros de ese tipo, para dar respuesta a la obligación de asesorarse antes de tomar una decisión estipulada por la ley. Fueron cerrados por Juan Pablo II. Pero para que iniciativas similares pudieran tener éxito, la Iglesia debería recobrar credibilidad, una credibilidad que tiene perdida en asuntos como éste, u otros relativos a la moral sexual. Habrá que preguntarse el porqué.