Del valor político de la espiritualidad

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La transformación implica que seamos un poco menos “yo” para ir siendo un poco más “nosotros”. La espiritualidad es la experiencia de descubrirnos como seres trascendentes, capaces de romper las fronteras de nuestro yo para salir al encuentro de lo Otro. Esto implica creer que nuestra existencia no se reduce a su dimensión puramente contingente y material; que hay mucho más de lo que somos capaces de percibir con los sentidos. Mucho más de lo que somos capaces de pensar. No somos solo acción y pensamientos, cuerpo y mente. No solo somos sentimientos y conciencia. Somos también espíritu. Reconocernos como seres espirituales significa aceptar el misterio último de nuestra existencia tanto como nuestra capacidad de encontrar en el fondo de nosotros mismos un pozo que no se agota.

En el cristianismo, lo que alimenta la espiritualidad es la experiencia del encuentro con el amor de Dios en cada uno. Ese reconocimiento se realiza en lo más profundo de nuestra conciencia; a medida que uno se abisma en ella, se siente reconocido, amado, acogido, pleno, más allá de las dificultades de la vida y de las deficiencias propias. Se trata de una experiencia de lo inefable, difícilmente descriptible con palabras, pero no por ello menos real. De una experiencia que puede ser apenas una percepción tenue, una intuición, o un arrebato interior, “llama de amor viva” que dijo la santa de Ávila. Nunca una idea, una teoría, sino siempre una vivencia que nos transforma, poco a poco, desde dentro. Con una condición de verificación: que esa transformación interior, que cambia la mirada sobre el mundo, alimente la empatía, la compasión, la implicación con el hermano: que seamos un poco menos “yo” para ir siendo un poco más “nosotros”.

En la tradición profética judeo-cristiana, que arranca con Moisés y llega hasta Jesús, solo se concibe una espiritualidad inserta en la vida de cada día, en el compromiso a favor de un mundo más justo, para que se realice la promesa de Dios, que quiere que todas sus criaturas sean felices. “He venido para que tengáis vida y vida abundante”, dijo Jesús (Jn, 10,10). La trascendencia se da en la inmanencia, en la historia. Él mismo vivió entregado a los demás, empezando por los niños, los pobres, los marginados y los débiles, alimentado por la experiencia del amor permanente e incondicional de su Padre, que le hizo asumir las consecuencias de ese compromiso hasta la muerte. “El que quiera ganar su vida, la perderá y el que la pierde, la ganará” (Mt, 16, 35).

No hay, ciertamente, una única espiritualidad. Y, aunque originada de manera especial en el mundo religioso, hoy ha saltado también fuera de él. Hay espiritualidades laicas, incluso hay quien reivindica una espiritualidad atea. Las palabras, sin duda, separan. Pero parecen querer invocar una experiencia básica similar. Lo que viene a ser como reconocer que hay en la condición humana algo de común, en el reconocimiento simultáneo de nuestra debilidad y nuestra grandeza, que todos somos únicos a irrepetibles y que esa condición humana es sagrada. La espiritualidad, reivindicada hoy con fuerza en el mundo cristiano y también en otras religiones y en ámbitos laicos, se configura así como una oportunidad de convergencia en un mundo dividido, en una oportunidad de diálogo entre las religiones y en una base de cooperación de ellas con el ámbito no-religioso.

Para ello se precisa, por un lado, que las religiones y las instituciones que las representan no quieran tener el monopolio de lo espiritual, aunque defiendan lo que les es propio. Y, por otro, haría falta que desde el mundo laico se valoraran las religiones en lo que tienen de “tradiciones de sabiduría” y matrices de experiencia espiritual y de servicio al bien común de la humanidad. Esto es tanto como afirmar que la espiritualidad tiene algo que aportar al hombre contemporáneo y no solo en el ámbito de su vida privada, sino en el mundo de lo público y, más específicamente, en el mundo de la política.

Pero, ¿qué es lo que la espiritualidad puede aportar al mundo político? La reivindicación de lo espiritual no es una panacea que garantice comportamientos individuales decentes pero, sometida a la condición de verificación, sí puede decirse que la sociedad se beneficia del comportamiento de quienes, desde una espiritualidad bien alimentada, promueven la apertura y el respeto por el otro, se preocupan por los que menos tienen y exigen una sociedad más justa, se comprometen generosamente para lograrla, introducen la noción de gratuidad en la política y el servicio público más allá de la ganancia inmediata, tienen una visión a largo plazo de los logros sociales, por lo que se desaniman menos o son capaces de no medir los resultados solo por el periodo electoral o la oportunidad transitoria; gente, en fin, bien arraigada, que no abandona el compromiso a las primeras de cambio, que entiende la política como servicio y no como mera gestión o uso del poder, que trata de generar consensos antes que de imponer una idea o desacreditar la de los demás. Son hombres y mujeres que defienden la importancia de las personas porque creen que son más sagradas que las estructuras y las ideas. Todo ello no tiene solo un valor testimonial sino que contribuye, sin duda, a la formación de una ciudadanía lúcida, comprometida y respetuosa con la diferencia y tiene, por tanto, un valor ciudadano y un valor político.

Sobra decir que todos los valores apuntados, así como la exigencia ética en la vida pública, no son exclusivos de quienes reivindicamos nuestra condición espiritual. Y es bueno anotarlo y subrayarlo también. Porque la salida de la crisis en España y en Europa necesita de valores fuertes compartidos para la regeneración de la vida pública, la atención a los más perjudicados y la construcción de un proyecto de país más justo. No se podrá hacer sin contar con todos los activos personales, intelectuales y morales de que disponemos.

*Lala Franco es periodista. El Grupo Erasmo reúne la reflexión de profesionales cristianos sobre la construcción de la laicidad y el diálogo fe-cultura.

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