Brasil: não é o que parece (¿é o que parece?)

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Por Yolanda Sobero

Domingo 17 de abril. Gran expectación en todo Brasil. Todos pendientes ante la televisión o en las calles de un resultado. ¿Un partido de fútbol? No, una partida política en la que está en la palestra Dilma Rousseff como presidenta de Brasil.

En una tensa y accidentada sesión de seis horas, los diputados debaten sobre la apertura de un juicio político a la presidenta. ¿Por corrupción? ¿Por el caso Petrobras y su reguero de sobornos que salpica a su gobierno y, en general, a la clase política? No, por las “pedaladas fiscales”, por el uso de fondos públicos para maquillar el déficit presupuestario, lo que viola la ley de responsabilidad fiscal. Sin embargo, si se atiende a las razones esgrimidas por sus señorías en su votación nominal, parecería que tampoco es este el caso. En esta Cámara, la más conservadora desde el fin de la dictadura, hay quien justifica su voto apelando a Dios, a su familia, a su pueblo, a sus amigos. Incluso un diputado, el ex militar Jair Bolsonaro, brinda su voto al ya fallecido coronel Ustra, reconocido torturador durante la dictadura (1964-1985) y, por ello, condenado por delitos de lesa humanidad. Y su hijo, Eduardo Bolsonaro, también diputado, subraya su voto simulando tener una ametralladora.

La votación no deja resquicio a la duda: de los 513 diputados, 367 votan a favor, 137 en contra, siete se abstienen y dos están ausentes. Un resultado más adverso de lo esperado para Dilma Rousseff, quien, sin embargo, está decidida a luchar. Asegura que las maniobras contables en las que se basa la acusación ni son ilegales ni mucho menos “un delito de responsabilidad fiscal”, es decir, no son unas causas que, según la constitución brasileña, pueden llevar a la destitución de un presidente. Es más, señala que dichas prácticas han sido comunes en todas las presidencias y nadie, hasta ahora, las consideró ilegales.

[quote_right]Según Transparência Brasil, el 58 % de los diputados y el 60 % de los senadores tienen abiertos procesos o condenas judiciales[/quote_right]

Dilma Rousseff no carga con ninguna acusación de enriquecimiento ilícito, ni de desvío de dinero ni de poseer cuentas ocultas en el exterior. Algo que no se puede decir de la mayoría de los que han votado a favor de enjuiciarla políticamente. Según Transparência Brasil, el 58’1% de los diputados y el 60’8% de los senadores tienen abiertos procesos o condenas judiciales. Eduardo Cunha, presidente de la Cámara de Diputados y personaje clave en la acusación contra Dilma Rousseff, está acusado de corrupción y lavado de dinero y la justicia ha descubierto que es beneficiario de cuentas en Suiza. Al presidente del Senado, Renan Calheiros, se le investiga por posible cobro de sobornos de la red de corrupción de Petrobras. Y en el Senado también ocupa escaño Fernando Collor de Mello, quien en 1992 renunció a la presidencia al iniciársele un juicio político por corrupción y que ahora también está siendo investigado por el posible cobro de sobornos de Petrobras.

Juicio político a Dilma RousseffEso sin contar con los “Papeles de Panamá”, la primera noticia global y que muestra el tejido de intereses económico-financieros que amalgama a ese elitista uno por ciento de la población mundial. Y en el caso de Brasil, lo revelado hasta ahora muestra la existencia de unas doscientas sociedades off shore que podrían estar vinculadas con el lavado de los sobornos de Petrobras.

Conocida la votación del Congreso, Dilma Rousseff comparece ante la prensa. Parece cansada, dolida, triste, pero decidida a luchar contra “una inmensa sensación de injustica y de que hay en Brasil una violencia contra la verdad, la democracia y el Estado de Derecho. Decidida a enfrentar lo que considera un golpe de Estado, quizá teniendo en mente la suerte de Fernando Lugo en Paraguay o de José Manuel Zelaya en Honduras. No faltan en Brasil élites y partidos dispuestos a acabar con las políticas del Partido de los Trabajadores. En los ocho años de presidencia de Lula, no hubo un cambio de modelo, pero sí se emprendieron programas que redujeron las desigualdad, aumentaron los salarios y el empleo formal, hicieron crecer la clase media y convirtieron a Brasil en un referente mundial.

Pero lo conseguido no libra a Dilma Rousseff de un desprestigio creciente en la calle. Le precede una fama de buena gestora, pero quienes han trabajado con ella le reprochan su falta de capacidad para negociar, su falta de cintura política. Según las encuestas, sólo el 10 por ciento de los brasileños aprueba su gestión y el 61 por ciento apoya su destitución. La causa, su incapacidad para hacer frente a una dura crisis económica y una corrupción sin coto. A lo que hay que sumar la epidemia del Zika, que hace estragos en el nordeste del país.

Hace tres años, los brasileños se echaron a la calle para protestar por los derroches del Mundial de Fútbol de 2014 y en demanda de mejores servicios públicos. A menos de tres meses de la inauguración de los Juegos Olímpicos en Río de Janeiro, las obras casi están acabadas pero el evento es una noticia secundaria ante la avalancha de escándalos políticos, casos de corrupción y la mala marcha económica. En la calle, el malestar se palpa y crece.

Si sus señorías, los senadores, dan luz verde por mayoría simple a su enjuiciamiento político, Dilma Rousseff quedará apartada del cargo durante 180 días y no podrá presidir la apertura de los primeros Juegos Olímpicos que se celebran en América del Sur y los segundos en Latinoamérica. Pero su ausencia no será, ni mucho menos, el principio del fin de los problemas que agobian a los brasileños.

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