Durante miles de años, todo lo sagrado ha sido monopolio del hombre. Por supuesto en la religión católica, en la que a la mujer se la ha mantenido en un papel secundario, con una dedicación casi exclusiva de servicio. Desde hace más de 40 años, tras el Concilio Vaticano II, un número considerable de mujeres –muchas veces ignoradas, cuando no condenadas- reivindica su derecho a opinar, a reflexionar teológicamente sobre la religión y cómo afecta a sus vidas. Una de estas mujeres es Lucía Ramón, filósofa y teóloga laica, que en su libro Queremos el pan y las rosas. Emancipación de las mujeres y cristianismo (Ediciones HOAC), trata de la situación de las mujeres ante temas como la violencia de género, la dominación patriarcal, la feminización de la pobreza, la explotación laboral o el ecofeminismo. Todo ello desde una perspectiva cristiana y eclesial.
Desde esta posición -y aunque no es mujer de polémicas- no duda en manifestar que resulta doloroso el silencio de la jerarquía española, frente al comportamiento ejemplar de otras conferencias episcopales, sobre la violencia de género, que ya se ha cobrado casi una veintena de vidas en lo que va de año. Asimismo, señala que la Iglesia española debe de reconocer su contribución a una cultura de la sumisión femenina.
¿Cuál es la contribución del cristianismo a la emancipación de la mujer?
El cristianismo, desde sus orígenes, es portador de una semilla de transformación revolucionaria de las estructuras sociales que marginan a las mujeres. La praxis de Jesús se refleja en el credo bautismal de Gálatas que afirma que “en Cristo no hay varón ni mujer”. El encuentro con Jesús ha ayudado a millones de mujeres a descubrirse como hijas de Dios, con una dignidad y una libertad que ningún poder puede arrebatarles. Ello las impulsó a crear nuevas formas de vida y a desarrollar sus capacidades y lo sigue haciendo hoy.
¿No sigue existiendo dentro de la Iglesia el mito de la condición específicamente femenina, de ahí su fundamental papel de servicio?
A pesar de que Jesús jamás estableció códigos religiosos o morales diferenciados para varones y mujeres, ni excluyó a éstas del discipulado y del apostolado, la Iglesia asimiló como propios los discursos y prácticas patriarcales de las culturas en las que se consolidó. En la concepción patriarcal el ámbito propio de la mujer es el privado y su ministerio, el de los cuidados; mientras, el del varón es el espacio público, el del poder y la palabra. Esta división se justifica apelando a la “esencia oblativa” específicamente femenina. Necesitamos poner al día la antropología teológica.
Liderazgo espiritual
¿Estamos lejos del reconocimiento de la mujer como sujeto de transformación social, religiosa, ética y política?
Efectivamente, todavía pervive la imagen de la mujer como “complemento” y ser incompleto si no tiene un varón al lado. La autonomía de las mujeres sigue considerándose sospechosa y las mujeres hemos introyectado esta visión. Necesitamos reconocernos a nosotras mismas y entre nosotras, profundizar en el mandato evangélico: “Ama al prójimo como a ti misma”. En el libro trato de contribuir al reconocimiento del liderazgo espiritual de las mujeres destacando su profetismo en la Biblia, que es un campo desconocido para muchos cristianos.
¿La violencia contra las mujeres es síntoma de una sociedad más enferma de lo que pensamos?
Sí, nos hemos acostumbrado a escuchar noticias sobre muertes de mujeres sin darnos cuenta de la anomalía que esto supone. No podemos aceptar que el lugar más peligroso para muchas mujeres en el mundo sea su hogar. Tenemos una gran tolerancia social para la violencia como forma legítima de resolver los conflictos y para las diversas formas de violencia contra las mujeres. Algunas, como la feminización de la pobreza son invisibles para la mayoría de la sociedad. El día en que admitamos que esto es un problema de todos y digamos ¡basta ya! empezarán los cambios.
Contribuir a la sumisión
¿Qué papel debe desempeñar la Iglesia contra la violencia de género?
Debe decidir si quiere ser parte de la solución o del problema. La religión es un importante factor configurador de las relaciones sociales. La Iglesia española debe reconocer su contribución a una cultura de la sumisión femenina, su legitimación del modelo patriarcal de familia y su insensibilidad frente a los abusos que han sufrido y siguen sufriendo las mujeres. También puede y debe generar nuevos discursos y prácticas más acordes con las enseñanzas de Jesús y sumarse a la movilización ciudadana que, a nivel local e internacional, reclama una transformación profunda de las relaciones de género. Los evangelios muestran que la irrupción del reino de Dios está ligada a la salud integral de las mujeres. En esta línea son fundamentales las aportaciones de las teologías feministas.
¿Hay un porqué en el silencio de la jerarquía española ante un problema tan grave?
Es doloroso, más teniendo en cuenta el compromiso de muchas católicas y católicos en este ámbito y el comportamiento ejemplar de otras conferencias episcopales y del movimiento ecuménico, como explico en el libro. Las mujeres necesitan escuchar con claridad que Dios no quiere que las maltraten, que tiene un proyecto de vida plena para cada una de nosotras y que la violencia contra las mujeres es un pecado, una ofensa grave a Dios y al cuerpo de Cristo en el cuerpo de las mujeres.
En su libro habla de la espiritualidad cristiana y el ecofeminismo. ¿Qué relación hay entre una y otro?
El ecofeminismo es un nuevo paradigma desde el que revisar nuestra visión del mundo, de las relaciones entre nosotros y con la naturaleza. Nos invita a pensar en clave de interdependencia, a valorar la diversidad como riqueza y a centrar nuestros esfuerzos en el cuidado de la vida. Hasta ahora hemos pensado la espiritualidad en oposiciones excluyentes: cuerpo/espíritu, trascendencia/inmanencia, nosotros/los otros, olvidando que somos espíritu encarnado, que Dios se transparenta en su Creación y que nuestro destino se halla entrelazado con el de toda la humanidad y los ecosistemas que habitamos. Por eso propongo una nueva ecosofía, una nueva sabiduría espiritual para hacer este mundo más habitable, más acorde con los designios del Dios en que creemos.
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