Cuando uno conoce a Ana Cruz Lendínez lo primero que le llama la atención es la claridad de sus ojos, pese a que traten de esconderse detrás de los cristales de las gafas. También llama la atención su acento jiennense, pese a llevar más de ocho años trabajando en la provincia de Manabí, en la costa ecuatoriana. Después, uno fija la atención en su cojera, producto de la ‘polio’ que sufrió cuando tenía un año y medio. Por último, uno presta atención a las palabras sencillas con las que va explicando su vivir diario como esposa, como madre, como misionera de la Asociación OCASHA-Cristianos con el Sur y como directora de la Casa Hogar de Belén, en la que se acogen a niños y adolescentes en situación de riesgo social.
Nuestra charla transcurre alrededor de una mesa camilla en una de las salas de la sede madrileña de OCASHA mientras el sol de la tarde, de una adelantada primavera, penetra por la ventana. Es decir, se desarrolla en un ambiente familiar, institución fundamental para Ana, a la que considera “verdadera escuela de valores humanos”. Antonio, su marido, “compañero de camino desde los 20 años”, sus hijos –Carla y Paco- sus padres, sus cuatro hermanos, los amigos de Jaén, los miembros de Cristianos con el Sur, toda su gente de Ecuador… son esa familia que desde bien joven le han hecho moverse por los más necesitados, los niños, los discapacitados, los sin techo. De todos ellos se acordó el 27 de marzo cuando recibió, de manos de la ministra de Igualdad, Bibiana Aído, el premio Jiennense del Año a los Valores Humanos. Un premio que “me sorprendió, que es compartido con Antonio y que creo que hace visible el trabajo de tantos misioneros que siempre están ahí. Es como una palmada en la espalda con la que te dicen está bien lo que haces, sigue adelante”.
Trabajo voluntario
Ana, que es maestra de profesión, siempre estuvo vinculada a la Iglesia –en su parroquia del barrio de Santa Isabel- y a temas sociales. Fue catequista de niños y de jóvenes; también profesora de español para inmigrantes en ‘Jaén Acoge’ y trabajó con discapacitados. Mientras, Antonio, que también es maestro, trabajaba como voluntario en Cáritas en el programa de los ‘Sin techo’, porque “en Jaén había mucha gente en la calle”. Una y otro habían ya habían estado en Ecuador, en la zona de la Sierra, porque “allí había bastantes curas de Jaén”. Luego regresaron a su ciudad, se casaron y optaron por vivir con un solo sueldo, el que recibía Ana en la escuela; el tiempo de Antonio era para los demás.
El ‘gusanillo’, la vocación misionera, seguía moviéndose en su cabeza y en su corazón, por lo que después de cinco años decidieron volver a Ecuador. Esta vez con el ‘amparo’ de la Asociación OCASHA-Cristianos del Sur, que “nos apoyó y nos formó. Ahora –asegura Ana- pensamos lo importante que es tener un grupo de apoyo”. Es normal, porque el nuevo caminar por el país andino no fue nada fácil, porque la Iglesia de Manabí –que supuestamente tenía que acogerles y atenderles- no tenía el más mínimo presupuesto para sustentarlos. “Hubo un momento que nos quedamos en el aire y gracias a OCASHA pudimos seguir adelante”.
Los primeros cuatro años llevaron una obra socio-educativa, que constaba de escuela, una academia artesanal y un botiquín popular. Se trataba de dar una educación de calidad a los campesinos y enseñarles un oficio que les pudiera servir para ganarse la vida. Cuatro años después, una vez que una congregación religiosa se hizo cargo del proyecto, se encargaron de su actual actividad, la dirección de la Casa Hogar de Belén.
En estos cuatro últimos años han atendido a más de 200 niños y niñas en riesgo social. “Son niños, dice Ana, que por cualquier motivo no pueden vivir en su hogar, bien porque no lo tienen, porque están abandonados o son huérfanos”. Los niños, muchos de ellos hijos de los presos de la cercana cárcel de El Rodeo, permanecen en el centro hasta que se encuentra una familia que los acoja. “Por muy bien que se les trate, no queremos que los niños pasen mucho tiempo en la institución, porque donde de verdad se forman es en la familia”.
El infierno de la cárcel
En la cárcel también han realizado su labor, aunque desde hace un año apenas acuden a ella por el peligro que supone. “Entrar en la cárcel es como entrar en el infierno, aunque llama la atención que la gente no pierde la fe en Dios”, afirma Ana. El hacinamiento es total y la violencia está a la orden del día. Los ‘caporales’ son los que mandan en los pabellones de la cárcel. Si a un preso no le dan el dinero que pide lo pueden matar –por menos de 50 dólares te quitan de en medio- o someterlo a su antojo, desde lavar la ropa a mantener relaciones.
En cuanto a su labor misionera, Ana piensa que “el testimonio es esencial”, porque en la actualidad la imagen del misionero no es como la de antes, blandiendo la biblia y el catecismo. Tiene muy claro que es la fe en Jesús la que les ha llevado a ella y a Antonio allí. Por eso cree que “en nuestra actividad diaria hacemos presente la fe y nuestro compromiso, tratando de transmitirlo a la gente que nos rodea y con la que trabajamos”. Cuando le pregunto si piensa que llega a los demás no duda en afirmar que “sí, porque la gente se nos acerca después de haberse interrogado y nos pregunta. Creo que hacemos presente a Jesús en medio de la gente. Esto es lo que nos mueve y lo que nos sale, queriendo acercar la visión que tenemos de la vida, que no es otra cosa que los valores del evangelio”.
Reconoce que durante todos estos años en Ecuador también ha habido momentos en que se ha sentido cansada, “porque hay cosas duras y gente que te defrauda, pero la fe y el cariño que nos tenemos nos mantienen fuertes. Una se recupera y vuelve a pensar que merece la pena seguir”.
En cuanto al futuro, vive un momento de transición, porque el objetivo último de OCASHA es que los proyectos queden en manos de gente local. “Ahora, dice Ana, parece que hay un grupo de laicas ecuatorianas interesadas en el proyecto. Nos han pedido que este año les acompañemos y en eso estamos”. A final de año ella y Antonio se plantearán qué hacer, si encargarse de otro proyecto o regresar a su tierra. Una cosa es segura: que allá o aquí seguirá al lado de los más necesitados, acompañándoles en el caminar de la vida.
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