Enrique Pérez Guerra sufrió abusos sexuales a manos de un sacerdote en un convento carmelita de Zaragoza siendo adolescente. Le costó años contar la verdad. Enrique ha dado testimonio de dicho abusos en diversas ocasiones, aunque nunca ante un tribunal —canónico o civil—. Cuando Alandar le pidió que revisitase una vez más su dolor para que nuestros y nuestras lectoras podáis comprender el horror que viven las víctimas de los abusos sexuales dentro de la Iglesia, escribió este texto en el que se imagina compareciendo finalmente ante un juez. Lo hemos leído con reverencial respeto y con ese mismo respeto lo compartimos.
Se dirigían a mí con el hipocorístico «Kike». Nacido en 1956, fui a parar a este mundo en Burgos. Si llega a adelantarse un poco más mi madre podría haber nacido yo en Toledo y, si en vez de adelanto hubiese sido la demora quien impusiera su dictado, mi lugar de llegada sería Toro, Zamora.
Familia de militar entonces era igual a familia militar. Viviendas militares, las maletas siempre dispuestas y cada hermano nacido en lugar distinto.
La que sería mi experiencia como víctima de abuso, que es lo que viene al caso, no se podría explicar y, sobre todo, comprender sin tres realidades.

Tres realidades
Una de ellas es el miedo imperante en aquella casa. Ya habíamos llegado a siguiente destino. Esta vez Zaragoza.
Me desagrada hablar de ello. No de Zaragoza, sino del miedo. Por simplificar, en mi padre se reunían unas convicciones muy extremas con un cuadro obsesivo. Extremo en su adhesión franquista, en su puritanismo, su ritualismo católico…
A mis 65 años si oigo la fractura de un cristal detengo la respiración y me contraigo. Miedo. El calendario acaba de dar un salto, páginas atrás, de 50 años.
La segunda realidad que entraría a formar parte de este análisis es el papel de la religión en nuestra vida. No sólo misa: rosario, bendiciones de mesa, celebraciones cristianas… era la idealización de mi tío sacerdote, mi prima monja y un padre carmelita demasiado cercano a nuestra casa llamado Javier.
Estos dos componentes, el miedo a la ira de mi padre y el ferviente catolicismo, no sólo habitaban dentro de aquella casa. Componían a la vez una pared sin ventanas y un techo a punto de derrumbarse sobre ti.
La tercera realidad habitaba sólo dentro de mí.
Nacido el cuarto de cuatro hermanos, asomé al mundo demasiado grande. Un parto muy lento, difícil y doloroso para mi madre.
Las consecuencias tardarían más de 20 años en ser diagnosticadas , pero poco en hacer acto de presencia. Las crisis epilépticas generalizadas me abrieron las puertas del hospital.
Un quiste hidrocefálico de lento crecimiento y ubicado en el frontotemporal izquierdo. Lenta aparición del habla, torpeza motora, lentitud expresiva, atención dispersa, escritura errática, inadaptación a otros idiomas…
Síntomas ya presentes y de rápido diagnostico entre quienes me rodeaban: “Este crío no se entera de nada”, “Déjale que es gilipollas”…
Cierto es que nadie tenía conocimiento del intruso que estaba creciendo dentro de mi cráneo.
Los tocamientos
Entre los dos modelos de vida que mi entorno me brindaba, —Ejército e Iglesia— elegí el segundo. El seminario me brindaba la posibilidad de escapar de mi casa y del miedo. La vida en santidad me concedía una oportunidad de enaltecer una autoestima hasta entonces a ras de suelo.
El sacerdocio y la vida misionera concitaban todas mis ilusiones.
El gran día de mi vida: Confesar al padre Javier mi proyecto.
Qué mejor se lo dijera en su celda por la tarde en vez allí, en el confesionario.
Los tocamientos poco tardarían en hacer acto de aparición. El interés por mi vocación nunca encontró en aquella celda cabida.
Fueron unos meses muy atropellados y con los que se puso fin a mi infancia para dar paso a una ácida adolescencia.
Los tocamientos poco tardarían en hacer acto de aparición. Fueron unos meses atropellados con los que se puso fin a mi infancia para dar paso a una ácida adolescencia. Tenía 12 años
Mi incapacidad para decir no (herencia castrense), sumada a la reverencia ante una presencia sacerdotal, hicieron posible el acceso de aquel hombre, ya mayor, al último poro de mi piel.
Tenía 12 años cuando todo empezó. Cumplidos ya los 13 él dejó grabado en mi memoria un recuerdo tóxico por no saber cómo darle encaje en mi experiencia vital: el descubrimiento, entre sus manos, de mi capacidad eréctil y eyaculatoria.
Pronto me voy a jubilar y la mayor parte de mi vida laboral ha transcurrido en el que sigue siendo mi actual trabajo como educador social de apoyo a la justicia de menores.
¿Juicios? En muchos he estado. Conozco, por tanto, el estribillo recurrente de los abogados.
Me voy permitir el ejercicio imaginativo de trasladar mi experiencia victimaria a una sala de audiencias. Previamente doy por presupuesto que el padre Javier sigue viviendo y que las prescripciones para estos delitos no existen.
Se me está tomando declaración como denunciante.

La declaración
El letrado se dirige a mí para interrogarme.
-¿Cómo, si lo estaba pasando tan mal como acaba de describir… si la relación con este hombre era para usted tan traumatizante, no lo denunció en su debido momento?
-Usted no lo vivió, pero estamos hablando del año 1969. Entrar un niño en dependencias de la policía para denunciar, sobre todo a un adulto y máxime a un cura, era algo impensable. Además, quien se sentía culpable era yo. Lo último que quería en este mundo era que la noticia llegara a casa.
-Acaba de decir que usted mismo era quien se sentía el culpable. ¿No será que toda la culpa o parte de la culpa recayó sobre usted? Me estoy refiriendo a la provocación.
-No… Sencillamente, ¡no! Ni en mi anhelo, ni siquiera en mi pensamiento, entró nunca esa posibilidad.
-Si sus propósitos fueron tan irreprochables, ¿cómo se despertaron en usted esos sentimientos de vergüenza, culpa, huida, suciedad, ocultamiento…?
Cuando el desengaño te alcanza, te sientes atrapado y a la vez sientes que ya no merece la pena luchar por tu dignidad porque está perdida para siempre
-A esa edad, con tan poca información previa, sin posibilidad alguna de contrastar experiencias, criado en unos valores tan radicales y solo como estaba, la lógica no podía ser el motor de mis sentimientos.
– ¿Cómo, habiéndolo pasado tan mal como dice durante las primeras visitas a aquella celda, usted siguió acudiendo allí? ¿Cómo es posible que siguiera presentándose una vez tras otra en aquel supuesto infierno?
-Reconozco que es una pregunta que no he dejado de hacerme desde hace mucho tiempo. Una pregunta que me duele todavía.
-No estamos en esta sala para dirimir lo que siente o deja de sentir en su vida adulta. Estamos intentando aclarar los motivos por los que usted perturbó y siguió perturbando la calma de aquella celda.
-La segunda, tercera y tal vez la cuarta visita yo llegué ilusionado con la posibilidad de que el padre Javier se hiciera por fin eco de mi vocación y me abriese las puertas del seminario. Las últimas veces yo iba para que no fuera él quien se presentara en mi casa para buscarme. Una visita de él a casa hubiese supuesto, según yo creía, desvelar la relación.
-Si se da cuenta acaba de referirse al principio y al final de aquella ¡relación! Al principio, todo su empeño era que como sacerdote este señor le abriera las puertas del seminario. Al final, le movía el miedo a que fuera él quien se presentase en casa. ¿Qué pasó en medio? ¿Por qué siguió acudiendo cuando la ilusión vocacional ya se había apagado pero cuando ese pánico del que habla no se había prendido todavía?
-La verdad es que no lo recuerdo muy bien. Por un lado, quería convencerme a mí mismo de que aquellos tocamientos y besos no irían a más y que los que habían tenido lugar eran sólo muestras de aprecio. Unas muestras que nada me gustaban. Además, todo se confundía. Lo que creía con lo que quería creer y con el miedo a que no fuera. Él para nada se hacía eco de mi vocación y yo empezaba a dudar de que mi persona fuera merecedora de una vida sacerdotal. También es verdad que me hacía caso. Un caso que necesitaba se me hiciera en casa y en mi casa no encontraba. Luego, todo fue a más. Cuando el desengaño te alcanza, te sientes atrapado y a la vez sientes que ya no merece la pena luchar por tu dignidad porque está perdida para siempre. Bajas los brazos y te quedas callado, pero la vida entera está gritando dentro de ti: “¡Demasiado tarde!”.
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