Atravesar las puertas, los controles y los pasillos de la cárcel de Navalcarnero cada día, es ir adentrándose en el Misterio profundo de un Dios Padre-Madre que en cada momento anima la vida de los que estamos allí con los chavales presos, es la presencia de ese Dios la que va haciendo que todos los que pateamos este lugar, sintamos algo especial en cada encuentro, en cada risa, en cada llanto y abrazo. La cárcel es especialmente presencia del Dios de la vida, el sagrario donde Jesús de Nazaret en cada momento nos va llevando a entrar en cada una de las vidas e historias de estos chicos, machacados y en las que es necesario poner esperanza. Para muchos de ellos es esa presencia, la que va alimentando su caminar entre rejas.
Son muchas las historias, los nombres, las vidas… que cada día compartimos con ellos. Jonatan toxicómano, veintiséis años, enganchado a la droga desde muy pequeño. Me pide confesar porque dice que necesita pedir perdón y que alguien le escuche. Va a misa todos los sábados, es un chico callado y desde el principio que lo conocí, sus ojos dejan transpirar una tristeza profunda. Al terminar de hablar, fundido en un abrazo, me da las gracias porque se encuentra mucho mejor, y detrás de sus “gracias” siento el Misterio profundo del Dios crucificado en él. Desde entonces, su abrazo siempre va unido a sus palabras “hola amigo”, seguido de una sonrisa profunda que le llega de oreja a oreja.
Maurizio, chileno, veinticinco años, con una hija de cinco, también enganchado a la droga desde pequeño, alto, guapo. Me dice que no puede dejar la droga “para mi es parte de mi vida, no soy capaz de dejar de consumir”. Pienso en mi familia, en mi hija, pero no soy capaz. Acude también a misa cada sábado, y cuando falta voy a visitarlo. Enseguida me abraza dándome las gracias por tenerlo en cuenta, porque dice que no pasa desapercibido. Me expresa que en misa se siente acogido y querido, como si estuviera en su casa, incluso más siento libre. Tiene una condena de cuatro años, no ha tenido permisos aun porque lleva poco más de un año. Su sonrisa me hace ver la sonrisa del Dios hecho niño en Belén que en estos días hemos celebrado. Es una sonrisa tierna, inocente, necesitada y débil, una sonrisa diferente a otras, una sonrisa que me está pidiendo que no lo deje, que esté con él, que le acompañe. Cuando terminamos de hablar, siempre le doy caramelos y chupa chups “cuando tengas ganas de drogarte los tomas y eso te vendrá mejor”, le digo, y entre risas, me dice que lo tendrá en cuenta y se acordará de mí en la celda. Recuerdo entonces las palabras que el papa Francisco decía a los capellanes de prisiones en Italia: “decidles a los presos que no están solos, que en su chabolo está cada día presente Jesús a su lado”. Se las digo a él, para que sepa que en ese caramelo que le endulza, está no solo mi cariño, sino la dulzura del mismo Jesús encarnado y hecho niño en Belén.
Diego, ecuatoriano, veintiséis años, lleva en prisión siete, y aun le quedan seis. Tiene una condena larga, porque como dicen aquí, su delito “es feo”, vinculado a bandas, y con sangre por medio. Lo conozco hace poco, pero hace unos días me buscó y me dijo que quería conocerme porque le habían hablado de mí. Es alto, grande, y risueño; me comenta que es creyente, que ha pedido perdón a Dios y que se confiesa, pero ahora quiere hacerlo hablando conmigo. Me habla de su madre, también creyente, de sus orígenes en un colegio de monjas de Madrid, mercedarias, donde justo yo también doy clase este año, y donde una de las monjas es voluntaria en Navalcarnero desde hace treinta años. “Desde el comienzo tuve problemas, no hacía caso a nadie, pero la experiencia en el colegio me ayudó, las monjas me querían pero yo no me dejaba querer, tenemos que ir algún día a verlas, cuando salga de permiso”. Le doy un libro de la misa de cada día, y sonriendo me dice “yo rezo todos los días, y esto me va a ayudar más”; cuando nos despedimos, riendo de nuevo, me da un abrazo, porque tiene que agacharse, ya que es mucho más alto que yo, “ eres pequeño pero me llenas con lo que dices”: Y al oírlo recuerdo las palabras de Jesús a Zaqueo, porque la salvación también ha llegado a mi casa a través de Diego, en esa mañana.
Emilio, un hombre que ha cumplido setenta años en la cárcel y aún tiene una condena de ocho años, un hombre abatido pero a la vez esperanzado. Su familia lo ha dejado, su mujer pidió el divorcio al entrar en prisión; sus hijos, ya mayores, se comunican con él de tarde en tarde. Es un hombre cariñoso, cercano, disponible y dispuesto, que transparenta un profundo dolor pero cargado de esperanza. Acude todos los sábados a misa, y siempre al llegar me pregunta “voy a leer hoy la Palabra”, y así lee cada día las lecturas. Cuando lo conocí, estaba sin saber qué hacer; con un detalle profundamente evangélico me dijo si me parecía bien que escribiera una carta para pedir perdón a quien había hecho daño; “yo no tuve nada que ver, pero a pesar de todo quiero pedirle perdón, aunque él no quiere saber nada de mí”. Yo le dije que lo importante era su conciencia y que si él así lo veía lo hiciera; la carta era una profunda confesión de cariño; no recibió respuesta nunca, pero él, en su fuero interno, recobró la paz. En su rostro, teñido a veces de una sonrisa forzada, se ve el dolor profundo de quien se enfrenta en los últimos años de su vida, a la cárcel, a la soledad, a la incomprensión… y en él, Dios también se hace presente.
En cada historia, rostro, lágrima o sonrisa… está el Dios Padre-Madre abrazando a sus hijos a través de nosotros que intentamos hacerle presente. A veces recuerdo las palabras del Santo de América, Monseñor Romero, al pie de la tumba del asesinado Rutilio Grande “Yo no puedo más, hazlo Tú”. Y ciertamente, ese Dios misericordioso va tejiendo amor en medio de tanto dolor, va tejiendo esperanza entre tanta cruz, y sobre todo, les dice a ellos y a nosotros, las palabras del evangelio de Mateo: “Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20).