Soy médico desde hace más de 25 años y creo que esta pandemia está siendo el reto mayor al que me he enfrentado nunca en mi vida profesional, y es de tal calado que también es uno de los mayores de mi vida personal. Me está resultando muy difícil separar una de otra, resulta que la vida es toda una, no compartimentos estancos.
Me cuesta resumir todo lo que está suponiendo desde el nivel más científico-técnico y de reorganización de la asistencia a los pacientes en el centro de salud, hasta la repercusión familiar, emocional, en mi fe y en mis valores.
Voy a intentar ponerme en la realidad y la realidad es mezclada, tiene de todo: bueno y malo. Ponernos en la realidad, como personas, como sociedad, y no edulcorarla, es el único punto de partida que nos permitirá aceptar lo que está ocurriendo, aprender algo y salir mejorados y más solidarios, o simplemente salir de esta.
A últimos de febrero ya comenzó mi preocupación por el coronavirus que venía de Wuhan y había saltado a Italia, demasiado cerca para librarnos. Dada mi insistencia a los compañeros en empezar a prepararnos, me tocó ser responsable de Covid-19 en el centro de salud. Comenzaban a llegar los primeros pacientes con cuadros respiratorios y con ellos los primeros protocolos del ministerio y la consejería de sanidad.

Había que aterrizar esos protocolos, que cambiaban cada día, en nuestro centro de salud, para atender y seguir a todos nuestros pacientes sospechosos de Covid-19 que iban en aumento, y enviar al hospital únicamente a los más graves para no colapsarlo. Había que proteger a los más vulnerables: ancianos y con patologías de base y a la vez debíamos protegernos nosotros, lo que complicaba mucho las cosas.
Comencé a trabajar en todo esto con dedicación absoluta, postergando todo el resto de mis actividades e intereses, incluso escribí un mail a las tres tutoras de mis hijos explicándoles que no podríamos supervisar sus tareas y pidiéndoles ayuda para ello. Miguel mi marido, médico de familia también, estaba igual que yo. Llegábamos a casa a las cuatro o cinco de la tarde, y después de una farragosa higiene, comíamos y seguíamos estudiando los miles de artículos, protocolos, vídeos… que llegaban cada día. Necesitábamos aprender rápido sobre esta nueva enfermedad que no se parecía a nada y nos desconcertaba tanto por la evolución de los síntomas tan extraña que veíamos en los pacientes.
Surgieron las dificultades: falta de suministro de equipos de protección, lo que nos hizo priorizar las tareas que se protegían, falta de tests, lo que nos obligaba a manejar demasiada incertidumbre en los diagnósticos apoyados sólo en síntomas clínicos, la dificultad para trasladar al hospital a los ancianos que visitábamos en sus domicilios y en las residencias, los cuidados paliativos de algunos de ellos, la falta de camas de UCI para algunos de nuestros pacientes ingresados que se desestimaron por edad… ¡Tantos muertos!
Y con las dificultades vino el sufrimiento personal, la dificultad para dormir, la impotencia y la decepción con un Sistema Sanitario tan frágil, fragmentado y falto de recursos, con el que siempre me había sentido tan alineada. Decepción con la mediocridad de gestores y políticos del gobierno y de la comunidad que, sin distinción, iban tres semanas por detrás de la pandemia.
El domingo 22 de marzo después de venir del centro de salud, que habíamos abierto voluntariamente, comencé con un poco de tos, pero no fue hasta el martes por la noche que el termómetro marcó 37.4 que me hice consciente de que me había contagiado. Dos días después la PCR resultó positiva. Aislamiento en mi habitación, miedo de contagiar a Miguel y los niños, dormir, miedo a complicarme y tener que ir al hospital, miedo a la muerte, la muerte de mi paciente y amigo Manolo el 29 de marzo.

El sábado santo mi PCR se negativizó, el domingo de Pascua “resucité” y el lunes volví con muchas ganas al trabajo, mis compañeros habían pasado dos semanas desbordados.
La entrega, la profesionalidad y el compañerismo de todos los profesionales del centro de salud, la implicación y madurez de los residentes, la solidaridad de tantos amigos y personas, que voluntariamente nos han fabricado y donado equipos de protección: trajes, mascarillas y caretas, la sorpresa de los delantales que nos hicieron con tanto cariño las madres de PASOS, la comida en el rellano que nos dejaron las vecinas cuando estaba enferma, el detalle de unos “manolitos” que llegaron a casa, la disponibilidad y el trabajo infinito de los profesores con nuestros hijos y la responsabilidad de ellos… No puedo estar más agradecida, ¡tantas cosas buenas!
Un aprendizaje: la necesidad en mi vida de mi familia y amigos que me han sostenido, tantas conversaciones cada día, tanta atención y cuidado recibidos, me han hecho consciente de esos vínculos profundos… que no soy sin ellos, que somos uno, que el amor es lo más importante.
Y en lo profundo, una presencia: Dios “todocuidadoso”, compañero de camino, a mi lado en todo momento, me anima y fortalece. En sus brazos amorosos logro conciliar el sueño. Jesús es el camino, intentar seguirle cada día y salir y servir al otro, esa es mi tarea y mi sentido.
Las últimas semanas he podido visitar a las mujeres víctimas de trata del Proyecto Esperanza donde trabajo como voluntaria. Ellas, con sus historias duras, me recargan las pilas de la resiliencia y la lucha por la vida. Como dice Ana, la directora: “pero cuánto bien hay que hacer para vencer tanto mal”, sacos de bien… Pues eso.
La pandemia sigue, empezamos la desescalada, afrontamos el reto de diagnosticar de forma precoz y con PCR al fin en el centro de salud a todos los pacientes que comiencen con síntomas, para frenar los contagios, de atender otras patologías que han quedado relegadas, de acompañar los duelos tan complicados de nuestros pacientes que no han podido despedir a sus familiares y las dificultades económicas de tantos otros…
Y la vida sigue con la pandemia… No va a ser fácil, necesitamos sacos de bien, de responsabilidad, de solidaridad y de cuidados para cada uno de nosotros y para tantas y tantos.