Eran las tres de la mañana en Alejandría y habíamos festejado la Nochevieja con uvas y bebiendo té. Subió Javier con su teléfono móvil en la mano para despertarme y sacarme de la litera donde dormía con Noha. Mi madre llamaba aterrada porque esa noche del 31 de diciembre habían hecho estallar un coche bomba en Alejandría frente a una iglesia cristiana copta. Más de 25 muertos y unos 90 heridos. En las noticias españolas habían dicho lo habitual: “Radicales islamistas hacen estallar un coche bomba”.
Los días siguientes tuve miedo. Allí todos saben que soy cristiana católica y el rosario de mi anillo es fácilmente identificable. Las cinco veces anteriores que visité Egipto me dejé conquistar por la amabilidad de su gente, su cortesía olvidada en las mal llamadas “grandes urbes” españolas que, en realidad, no son nada comparadas con El Cairo – considerada la tercera ciudad más poblada el mundo- y Alejandría –que, siendo tan pequeña, a tan solo dos horas de El Cairo, aloja a unos cinco millones de habitantes, lo que la equipara a Madrid. En mis visitas me dejé conquistar por las mujeres del metro de El Cairo, dentro de sus vagones “sólo para mujeres”, solidarias unas con otras, buscando ocasiones para la sonrisa y el apoyo mutuo. Allí todas se comportan a la vez como fraternas vecinas.
El temor se disipó pronto. Todos mis amigos, musulmanes, reprobaban y rechazaban la brutalidad asesina y se lamentaban del hecho de que alguien usase el nombre de Dios para cometer atrocidades. Todos ellos, uno por uno, manifestaron y argumentaron acalorados su enojo y afirmaban, aún sin conocerse entre ellos, que tamaña brutalidad sólo puede ser urdida por una malvada mentalidad deseosa de logros políticos de dudoso sentido cívico.
Las calles se llenaron de manifestantes que expresaban con energía que tales actos ni son Islam ni tienen que ver con Dios, reclamando la antiquísima convivencia pacífica entre las diferentes religiones y diseminando la carta de su profeta Mahoma que les insta a proteger y respetar a los cristianos (cosa que, por otro lado, hicieron al acompañar a los cristianos coptos en su Navidad el 6 de enero. Reflexiono sobre si aquí habríamos activado esa comprometida respuesta popular en defensa de la libertad religiosa). Es posible que en España no se hiciera tanto eco de eso y se ignorase la mesa de diálogo islámico-cristiana que se formó para levantar una voz común alejada de confusas interpretaciones. Entonces no sólo recuperé la tranquilidad sino, sobre todo, la confianza en unas gentes que siempre respetaron mi fe y en la fuerza de un verdadero respeto interreligioso que trasciende instituciones y que reside tan solo en cada persona. Gracias a Dios. ¡Alhamdulilah!
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