Lesbos, paradigma de la exclusión

Ángeles Cabria conoce muy bien la realidad de los campos de refugiados en Grecia, pues ha trabajado como voluntaria en ellos. Si el incendio del campo de refugiados de Moria a principios de septiembre en 2020 fue noticia de portada en todos los periódicos y noticieros del mundo, el duro día a día de los refugiados ha desaparecido del radar de la opinión pública. Este artículo intenta volver a hacernos presentes a esas personas cuyo sufrimiento no se ha interrumpido por mucho que haya dejado de ser noticia.

El ruido del plástico de las tiendas de campaña batidas por las constantes ráfagas de viento huracanado se hace ensordecedor en el nuevo Kara Tepe, un antiguo campo de tiro militar convertido en insólito nuevo poblado para casi ocho mil personas en busca de asilo, traídas a la fuerza tras el incendio de Moria el pasado mes de septiembre en la isla de Lesbos. El agua de las primeras lluvias torrenciales del fin del otoño, y ahora ya del invierno helador, arrasa con lo que se encuentra a su paso.

Los nuevos residentes de Kara Tepe han cambiado un infierno por otro. Ya entrados en 2021, continúan sin un techo firme, sin colchones sobre los que dormir y sin duchas. Los más pequeños juegan con los cartuchos de las muchas balas que hallan, fruto de décadas de prácticas del ejército en esa lengua pedregosa de tierra que se adentra en el mar frente a la costa turca, peligrosamente contaminada por el plomo.

Lo último que esperarían encontrar los miles de personas que vienen huyendo de las guerras ansiando un lugar que recuerde la paz. Kara Tepe se ha convertido en otro campo de concentración donde el derecho humano a unas condiciones de vida dignas, a la vivienda, a la alimentación, al agua, a la salud y a la educación no es respetado.

La Organización Mundial de la Salud llegó al rescate tras el incendio de Moria con una misión médica de emergencias ejecutada por varias ONG europeas en apoyo al Ministerio de Salud griego. El maná de Europa y Naciones Unidas llegaba de nuevo para ser auto fagocitado por las propias instituciones en instalaciones para albergarlas, contenedores para oficinas, que no para las personas que sobreviven bajo lonas de plástico; en un laboratorio exclusivo para el campo instalado por la OMS con un despliegue de personal y equipo que supone un alarde de gasto que en absoluto ha redundado en la mejora de las condiciones de vida de las personas atrapadas en el campo.  El objetivo principal: hacer pruebas de covid, un problema más acuciante en Londres que en Kara Tepe, donde las cifras de personas infectadas se han mantenido muy por debajo del resto de Europa.

Las instituciones persisten en su ceguera a los problemas derivados por las inhumanas condiciones de vida, a las enfermedades de la miseria, la sarna, el impétigo, las gastroenteritis e infecciones respiratorias, a la violencia, a los dolores del alma que hacen que tantos adolescentes desesperados se autolesionen, que jóvenes sufran ataques de pánico, que personas de todas las edades intenten quitarse la vida porque eso es lo que les falta, una vida que merezca la pena.

Una familia de refugiados afganos en Kara Tepe © UNHCR/Achilleas Zavallis

Lo que sucede en Lesbos es emblemático de un sistema de apartheid impuesto en el continente a todas las personas que migran en busca de refugio desde algún país en conflicto o en situación de máxima pobreza, sea en ésta, o en cualquier otra isla del Egeo, Chíos, Samos, Kos o Leros, las islas invisibles; o en las fronteras de Serbia y Bosnia con Croacia, o en las islas Canarias. Es la estrategia de la exclusión total de las personas migrantes. Lo opuesto de lo que predican la OMS y el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR).

Nunca ha habido ninguna intención de inclusión de las personas que llegan a Europa en busca de asilo y de una vida digna y segura, como tampoco de incluir a los actores sociales locales en la toma de decisiones, ni de apoyar al Estado griego para mejorar su sistema público de salud, educación y servicios sociales. 

Las instalaciones de los hospitales de Lesbos, Chíos o Samos son en gran medida obsoletas e incluso ruinosas. Los salarios de los profesionales de la salud están entre los más bajos de Europa. Si el presupuesto que alimenta la privatización de servicios y el negocio con ánimo de lucro de los campos de refugiados se invirtiera en fortalecer los sistemas públicos para integrar a toda la población y dar oportunidades de participación a la gente, las personas migrantes serían percibidas de forma más positiva.   

Lo que fue noticia que dio la vuelta al mundo —el incendio y total destrucción del mayor campo de refugiados de Europa— pasó rápido al olvido. Como los otros miles de personas en tránsito por los Balcanes, estancadas a la intemperie a las puertas de Europa. Lipa, un campo temporal establecido en 2020 en la frontera de Bosnia con Croacia, ardía a finales de año sin que casi nos enteráramos. No es una noticia que haya interesado en plenas fiestas navideñas, en las que lo único que hemos escuchado es de la vacuna del coronavirus que no les llegará a las personas en busca de asilo en Europa.  

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