Sergio Godoy es de Cobán, en el departamento de la Alta Verapaz (Guatemala) y sacerdote. Tuvo diferentes destinos hasta que hace diez años le enviaron a una parroquia del suburbio de la ciudad, en la comunidad El Esfuerzo. Cuando llegó a su nuevo destino comenzó a recorrer el barrio y pronto se encontró con un paisaje de impresión: decenas de hombres, mujeres y niños trabajando –y viviendo- en el basurero de Cobán, situado en los terrenos de su nueva parroquia.
Sergio me lleva hasta allí y, de pronto, me encuentro pisando basura y rodeado de los camiones que llegan continuamente depositando los deshechos de la ciudad. A quienes aquí llaman “guajeros” recogen los materiales que se pueden reciclar y con la venta de esto consiguen, a duras, penas sobrevivir.
La falta de tratamiento adecuado de la basura hace que ésta se convierta en foco de contaminación directa para quienes trabajan en el basurero y viven en los alrededores. Son muy frecuentes las enfermedades gastrointestinales, oculares y de la piel, además de infecciones respiratorias agudas.
Como es fácil de imaginar, las familias de los barrios cercanos al vertedero están marcadas por una multitud de problemas a los que se une la presencia del narcotráfico, que hace estragos especialmente entre los más jóvenes, captados para sus redes de venta o para el consumo. A eso se añaden las maras, que tienen un buen caldo de cultivo entre los hogares rotos del lugar.
Comunidad Esperanza
El proyecto Comunidad Esperanza, iniciado por Sergio, comenzó aquí, en pleno basurero. En uno de los barracones que se asoman al vertedero se levanta la que llaman “Escuelita feliz”, donde enseñan alfabetización a los niños, les dan una comida nutritiva y nociones de higiene básica.
Muy cerca, a unos minutos de las montañas de basura, se levanta el sueño hecho realidad de Sergio y su equipo: la ciudad de la esperanza. El edificio principal lo ocupa el centro educativo, que se ha convertido en el alma del barrio. Además, el equipo de Comunidad Esperanza ha abierto una casa hogar para acoger a un grupo de chavales del barrio que no pueden vivir en sus casas.
Sergio me cuenta en pocas palabras el objetivo de todos los que trabajan aquí: “Pretendemos dignificar la vida de la gente, ponernos a su lado, construir humanidad, generar oportunidades para que la vida de los jóvenes sea distinta y tenga futuro. Estamos convencidos de que la educación integral es la llave que nos va a permitir transformar esta situación”.
Al colegio acuden 348 alumnos, que pueden completar su formación hasta el bachillerato. Además, todos hacen aquí tres comidas al día y cuentan con un espacio seguro donde hacer deporte. Gran parte de las ayudas para levantar todo esto ha llegado de España a través de instituciones y ONG. Aquí, los chavales han encontrado un lugar donde la educación se entiende como una tarea global. En ella entra reconstruir una vida de la que se han dejado parte en el basurero y en los hogares marcados por la violencia y la miseria.
Educación y cariño
Rosario Pineda, la coordinadora educativa, me lo aclara: “Lo primero es devolverles esa dignidad que todos tenemos como personas y no hay que olvidar que una buena educación tiene que incluir la afectividad. Muchos de ellos no solo sufren pobreza material, también hay mucha pobreza de afectos y de cariño. Viven rodeados de violencia”.
Y Rosario me presenta a Jefry, que está en el último curso. Él se sienta conmigo en el patio del cole y me cuenta: “Yo era un marero y me drogaba. Iba a asaltar con mis amigos fuera del barrio. Eran tiempos en los que pensaba lo que estaba haciendo. Y como las drogas las necesitas rápido, solo tenía que ir a asaltar para comprarla. Y entonces me encontré con este colegio y la gente de acá me están enseñando a afrontar mis errores y dejar el pasado”.
Mi visita coincide con alguno de los actos que se llevan a cabo para celebrar los diez años de Comunidad Esperanza. Me uno a la comida, a la que acuden un grupo de padres y madres de alumnos, muchos de ellos trabajadores del vertedero. Todos han venido para celebrar con Sergio y su equipo esta primera década de sueños cumplidos.
Al día siguiente, sábado, vuelvo para acompañar a un grupo de Comunidad Esperanza en su tarea. Me vuelvo a encontrar con Jefry, que ayuda a cargar unas grandes cajas térmicas, las montan en un coche y ponen rumbo al vertedero. En un pequeño barracón que hay en mitad de la basura se colocan los termos y reparten un almuerzo caliente y nutritivo. No deja de ser un símbolo de que siguen presentes trabajando por mejorar las condiciones de vida de quienes trabajan y viven allí.
Pobreza que aplasta
Juan Pablo Juc, coordinador del área social de Comunidad Esperanza, me da el titular: “La pobreza nos está aplastando”, dice mientras llegan los camiones que vomitan cientos de bolsas de basura en el entorno. “Hay un grandísimo problema de falta de educación, de analfabetismo. Así no se puede avanzar, la sociedad se estanca. Por eso, nuestro objetivo es la educación. Los políticos tienen que pensar en las próximas generaciones y no en las próximas elecciones”.
Sigo a Juan Pablo porque va a visitar a la más joven habitante del barrio del vertedero: Luisa nació hace dos semanas, tiene ocho hermanos y su familia vive bajo estas cuatro chapas. Es probable que Luisa no conozca nunca a su padre, que abandonó a su madre hace unos meses. Tres camas y una olla vacía ocupan el breve espacio de su hogar.
Hablo con Concepción, sostiene en su regazo a la pequeña Luisa y me cuenta lo mucho que la gente de Comunidad Esperanza les ayuda: “Cuando tengo una necesidad urgente recurro al padre Sergio para que me apoyen”.
Hay muchísimo por hacer en este lugar. Me voy con la idea de que, al menos, esperanza no les falta a los más pobres. El padre Sergio y su gente tienen la culpa de ello.
- Francisco, el primer milagro de Bergoglio - 10 de marzo de 2023
- Naufragio evitable en Calabria; decenas de muertes derivadas de la política migratoria de la UE - 27 de febrero de 2023
- Control y represión, único lenguaje del gobierno de Nicaragua - 21 de febrero de 2023