Guatemala: educar en los barrancos

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Foto. Ricardo Olmedo, Pueblo de Dios.Los barrancos no tienen buena prensa. Nunca la tuvieron. El barranco es un lugar a evitar, peligroso, al que se puede caer y del que es difícil salir. Los barrancos se miran siempre desde arriba con aprensión y recelo. Parece que la vida pasa por encima de los barrancos. Pero no es verdad, no es del todo verdad. He bajado a los barrancos de la ciudad de Guatemala y resulta que allí hay vida: la de quienes no tienen otro lugar donde pasar sus días, la de quienes se ven obligados a estar ahí, en el fondo, la de quienes acompañan la existencia de sus habitantes y se preocupan por su vida y por la educación de sus hijos e hijas.

Me debatía entre las ganas y el temor de ir a Guatemala. La más clásica publicidad decía que, por su clima, es “el país de la eterna primavera”. También es el país de la eterna aspiración de su población por vivir en paz y dejar atrás muchos problemas que lastran su presente y oscurecen su futuro. Guatemala comparte con otros países centroamericanos la sombra alargada de una guerra civil, unas políticas que mantienen injustas estructuras socioeconómicas y un debilitamiento intencionado de la sociedad civil.

Me voy hasta un barrio de las afueras de la capital, en la zona 6, asomada sobre el barranco del río de Las Vacas. Decenas de familias viven en estos terrenos que parecen precipitarse sobre el arroyo que corre al fondo del barranco. Muchas de ellas llegaron del interior del país y han instalado su pobreza entre cuatro chapas. Aquí levantaron los hermanos maristas españoles hace casi medio siglo la que todo el mundo conoce como la Escuela Marista. Este centro es realmente una apuesta de la congregación por atender a la población con menos recursos.

Los maristas suelen visitar a las familias del barrio para hacer un seguimiento de los chicos y chicas y, en tiempo de matriculación de nuevo alumnado, para asegurarse de que sólo sean quienes provengan de las familias más pobres quienes ingresen en el colegio. El hermano Adolfo Cerdeño me lo explica mientas visita la chabola de doña María, que atiende a sus nietos que van al colegio marista. Uno de los niños, Beto, era un niño sin papeles porque la madre no tuvo interés en registrarlo. Adolfo hizo todo el papeleo y Beto ya es un guatemalteco con papeles y matriculado en la escuela.

Educar frente a la violencia

Foto. Ricardo Olmedo, Pueblo de Dios.
Desgraciadamente, la palabra más utilizada cuando se habla de Centroamérica es “violencia”. Esta región se ha convertido en la más peligrosa del planeta con unos índices de criminalidad sorprendentes. En Guatemala, por dar un dato, la tasa de homicidios es de 41 por cada 100.000 habitantes. La irrupción brutal del narcotráfico, mezclado con los pandilleros, la corrupción y unas instituciones débiles forman un cóctel demasiado explosivo.

Esta realidad hay que tenerla muy en cuenta a la hora de trabajar en la educación de los más jóvenes. Hipólito Pérez, el provincial centroamericano de los maristas, me explica que están apostando fuertemente por crear espacios de paz en sus colegios y ofrecer valores alternativos.

A escasos metros del colegio está el barrio de Tecún, que me atrevo a recorrer con Fernando y Onéyber, dos alumnos de la escuela marista. Las vecinas salen a la puerta sorprendidas de ver a un extranjero y se ofrecen a acompañarme para que no nos pase nada por estas callejuelas.

La parte baja del barrio, a la orilla del riachuelo, es la más caliente. Aunque la situación se tranquilizó desde que el ejército entró a saco en la zona. Fernando y Onéyber me hablan de robos, secuestros, tiroteos… y de extorsiones, que en Guatemala se han convertido en algo habitual. Pequeños comercios, conductores de autobuses, vendedoras ambulantes y cualquier persona puede ser objeto del impuesto del crimen. El miedo se ha quedado a vivir como un vecino más. Es el resultado de este estado de violencia. Todos toman precauciones y se da la paradoja de que la gente vive encerrada mientras que los matones andan sueltos.

En la colonia Gerardi

Cambio de escenario y durante una larga hora de tráfico, baches y curvas recorro los pocos kilómetros que separan el centro de la capital del municipio de San Pedro Ayampuc. Me acompaña José Antonio Alonso, un hermano marista español que lleva muchos años en Centroamérica. Ahora se encarga de Fundamar, la Fundación marista que costea proyectos en coordinación con la ONGD española SED.

Nuestro destino es la Colonia Monseñor Gerardi, que lleva el nombre del inolvidable obispo, defensor de los derechos humanos y asesinado por un grupo de militares. En el fondo de un pequeño valle se levanta la colonia, construida por la iniciativa de varios misioneros españoles tras el desastre del huracán Mitch. Las clases a los niños y niñas de la colonia se daban en un barracón. Los maristas se hicieron cargo de su educación y en 2002 los responsables de la ONGD marista SED visitaron el lugar. Poco tiempo después se levantó el nuevo colegio, fundamentalmente con la ayuda llegada de España. El sueño de un lugar digno para los niños y niñas de la colonia se había convertido en realidad.

El colegio lleva el nombre de Moisés Cisneros, un hermano marista muy querido por su entrega a la educación de los y las jóvenes y que fue asesinado siendo director de la Escuela Marista. Eran los últimos años de la guerra en Guatemala y el crimen, como tantos, quedó impune. El colegio es otra apuesta de los maristas por atender las necesidades de formación de una población marginal en un país que tiene en la educación una de sus grandes asignaturas pendientes.

Cuando llegamos a la escuela, coincidimos con unos de los momentos más esperados por el alumnado: el reparto del atol, una bebida nutritiva hecha con leche, avena, azúcar y canela. Muchos niños del barrio están mal nutridos, ya sea por falta de recursos económicos de las familias o por malos hábitos alimenticios.
Foto. Ricardo Olmedo, Pueblo de Dios.
Cuando acaba la clase voy a casa de Rosa, que ya está en sexto de primaria y tiene que dedicar parte de la tarde a trabajar ayudando a su madre. Esta hace tortillas de maíz durante horas, tragándose el humo y el cansancio para ganar unos escuálidos quetzales, al cambio, cuatro euros al día.

En esta tierra herida de Centroamérica, en los barrancos, en los barrios marcados por el miedo, en las colonias donde viven las personas desheredadas por los huracanes he encontrado lugares para la esperanza. Está escrita en los libros de texto, en las pizarras llenas de tiza, en el olor a goma de borrar y lápiz nuevo, en los patios de los colegios, en las sonrisas despreocupadas de los niños y niñas. Para educar hay que amar, dicen los maristas. Y hay que regar esa esperanza cada día para que no se marchite en el fondo de un barranco.

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