Una de las principales características de las sociedades humanas es que en ellas conviven múltiples maneras de pensar, decir, amar, sentir y crear. Así, desde el origen de los tiempos, hombres y mujeres están destinados a ser artesanos de su propio destino y a decidir, con el latir de su corazón, la manera en que afrontarán aquellas vicisitudes que se les presenten en el sendero de sus vidas.
De esta manera podría afirmarse que las mujeres no nacen con un supuesto instinto materno sino que, por el contrario, el sentido de la maternidad solo puede ser comprendido dentro de un marco social y cultural. En líneas generales podría afirmarse que desde antes de que María concibiera al niño Jesús hasta nuestros días, el significado del ser madre esta enmarcado en una problemática de género que atraviesa a todas nuestras comunidades.
Esta problemática con poesía -y dramatismo- puede sintetizarse en las palabras de Ismael Serrano, que narra el “consejo” que un padre le da a su hija de dieciséis primaveras sin flores: “Para que seas buena esposa y no envejezcas sola, en la cama y la cocina has de saber alegrar a tu marido y cuidar a cada hijo, que te atrapa tu destino, que has de ser madre y esposa”.
Si bien esta cuestión abarca a todo el sexo femenino, a diferencia de lo que ocurre en las clases medias y altas, donde las mujeres tienden a postergar la maternidad hasta pasados los 30 años, resulta llamativo que el mayor porcentaje de adolescentes embarazadas viven en espacios vulnerables ubicados en países en vías de desarrollo.
En efecto, según sostiene la CEPAL, “en América Latina casi un 30% de las mujeres es madre durante la adolescencia y solo África supera a los países latinoamericanos y caribeños en fecundidad de las adolescentes”.
Para desandar la problemática del embarazo adolescente hay que comprender que este se encuentra atravesado por una multiplicidad de factores. Así, por ejemplo, en los estratos más populares latinoamericanos el niño recién nacido le brinda a su joven madre una identidad maternal que es aceptada y valorada por sus pares; una justificación subjetiva y social para su vida por estar ocupando un rol para el cual siempre fue criada; y un proyecto de vida en contextos donde las opciones no abundan y muchas veces las existentes no son saludables.
También podría pensarse que, tal como afirma la socióloga argentina Juliana Marcús, a partir de la maternidad estas adolescentes adquieren una “identidad institucional” ya que, a través de sus hijos, logran acceder a distintos tipos de planes alimentarios, sanitarios y sociales, que les permiten subsistir a ellas y a sus hijos e hijas.
Además de las variables mencionadas con anterioridad, otro factor que aúna a estas adolescentes es que gran parte de ellas desertaron del sistema educativo, por lo que tienen una limitada formación sobre la educación sexual y un deficitario pensamiento crítico sobre el imaginario social que, sin tener en cuenta sus deseos, las asocia con la maternidad.
En efecto, según el Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA), “la educación prepara a las niñas para futuros empleos y la subsistencia, aumenta su autoestima y estatus y les permite ser más partícipes de las decisiones que afectan sus vidas. La educación también… posterga la maternidad, lo que conlleva, en el largo plazo, nacimientos más sanos”.
Sobre este último punto es el mismo UNFPA el que sostiene que “alrededor de 70.000 adolescentes en países en desarrollo mueren al año por causas relacionadas con el embarazo y el parto”. Por su parte, Unicef afirma que “si una madre es menor de 18 años, su bebé tiene 60% más probabilidades de morir antes de cumplir un año que un bebé nacido de una madre mayor de 19 años”.
Esta elevada probabilidad de mortandad esta asociada, entre otras tantas variables, al pronunciado déficit alimenticio que poseen las adolescentes embarazadas, lo que les impide satisfacer sus necesidades alimentarias básicas ni las de su hijo o hija por nacer. Asimismo, otros factores que confluyen en esta cuestión son la falta de controles prenatales y los abortos realizados en centros de salud clandestinos.
Por último podría pensarse que la problemática del embarazo adolescente se relaciona con que estas jóvenes, cuando eran niñas, no fueron apapachadas -que en la lengua náhuatl de México significa “acariciadas en el alma”- con la suficiente ternura que necesita un ser vivo para desarrollarse plenamente. De esta manera, es posible conjeturar que muchas de estas adolescentes buscan suplir esta carencia afectiva en la mirada amorosa de sus bebés.
A modo de conclusión sería apropiado suponer que si, como dice Eduardo Galeano –recientemente fallecido– “nosotros somos las historias que vivimos, las que imaginamos, las que nos esperan”, nuestras comunidades no deberían inculcarle a las adolescentes un rol social y pretender que ellas lo acepten resignadamente sino que, al contrario, deberían ofrecerles la posibilidad de forjar su destino en libertad.
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