Pocas veces me ven alabar al Papa Benedicto. Esta vez haré una excepción. En su viaje a Tierra Santa ha cruzado a los territorios ocupados y ha hablado alto y rotundo a favor de un Estado Palestino con las fronteras internacionalmente reconocidas.
Habrá quien diga que no tiene por qué meterse en poltica; lo que ha hecho ha sido hablar de un tema de justicia y de derechos humanos, de defensa de quienes llevan décadas sufriendo opresión. Y eso a mí me suena a Evangelio. Especialmente destacable resulta, además, que la «segunda parte» de su discurso haya tenido lugar al lado del muro de la vergüenza que divide Cisjordania.
Alabo lo que ha dicho en referencia a la necesidad de que los palestinos tengan un Estado y de una paz digna en Oriente Próximo. La pena es que no todos los que querían escucharlo lo han logrado. A un grupo de palestinos cristianos provenientes de Gaza no les han dejado cruzar; y por otro lado los que lo han hecho desde diferentes pueblos de esos territorios bajo ocupación se las han visto y deseado para llegar.
Es solo un símbolo, pero vistos otros «símbolos» vaticanos, es un gran símbolo. Y si a veces me cebo hablando de la viga en el ojo de Benedetto, no sería de recibo ocultar mi satisfacción por unas palabras y unos hechos que tal vez signifiquen aun más de lo que creemos.
Detrás seguramente haya algo más; alguien hablará del tradicional duelo de hebreos y cristianos o de no sé qué intereses ocultos. Como lo desconozco no opino. Y permítanme continuar mecida por este halo de bonhomía de Su Santidad.
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