En América Latina la vida podría multiplicarse sin cesar, ya que sus tierras están bendecidas con el don de parir alimentos en abundancia. Sin embargo, la región es, históricamente, una de las más desiguales del planeta ya que, por la codicia de unos pocos y la avaricia de otros tantos, millones de sus habitantes se marchitan bajo la luz del sol en la pobreza y el hambre.
Los más humildes habitantes de esta obscena morada, confeccionada con pinceladas de mezquina opulencia y trazos de desgarradoras miradas, creen que por ella transitan hombres y mujeres que “antes de salir del seno materno” fueron elegidos por Dios como profetas e, igual que Isaías, “fueron enviados para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la liberación a los cautivos y a los prisioneros la libertad”.
Algunas de estas personas fueron recientemente reconocidas como mártires por el Vaticano como, por ejemplo, aconteció con monseñor Óscar Romero, quien por su clara opción por las personas pobres, fue asesinado el 24 de marzo de 1980 en El Salvador mientras celebraba la eucaristía. Este cura, que tendenciosamente era llamado subversivo por quienes deseaban que el pueblo viviera bajo el yugo de la servidumbre y la opresión, predicaba «la violencia del amor, la que dejó a Cristo clavado en una cruz, la que se hace cada uno para vencer sus egoísmos y para que no haya desigualdades tan crueles«.
Sin embargo, en ocasiones el Vaticano, por la complacencia que cierta parte de la jerarquía católica tiene con el poder, se demora en definirse sobre las causas de canonización por martirio. Así sucede con la causa que en el 2005 comenzó el entonces cardenal Bergoglio, hoy papa Francisco, por la masacre de tres sacerdotes y dos seminaristas palotinos realizada por militares argentinos en 1976. La misma desidia acontece con la causa de canonización (iniciada en el año 1991) de la hermana brasileña Cleusa Carolina Rody Coelho, que fue asesinada por defender los derechos indígenas.
Ante estas dilaciones, el pueblo latinoamericano, con la misma sabiduría que tuvo el corazón humilde de María para reconocer que «Dios derriba del trono a los poderosos y eleva a los humildes» y entendiendo como el misionero claretiano Teófilo Cabestrero que «el que quiera ser fiel a Jesucristo tiene que rebelarse, gritar, luchar«, corona como mártires a quienes fueron asesinados por seguir los pasos de Dios, que “escucha y libera al pueblo oprimido”.
Así, por ejemplo, acontece con el jesuita Ignacio Ellacuría, que fue asesinado por militares salvadoreños en 1989 por seguir los pasos de un Jesús histórico. Se convirtió, así, en una amenaza contra el orden opresor socialmente establecido ya que, frente a él, manteniendo en alto la antorcha del amor, predicaba la construcción del Reino en la realidad.
Todos estos latinoamericanos y latinoamericanas y tantos otros mártires populares, como el sacerdote argentino Enrique Angelelli -quien decía que para seguir a Cristo hay que tener “un oído en el Evangelio y otro en el barro”- son bienaventurados, porque trabajaron por la paz en tierras donde las espinas desangran las ilusiones y solo el Espíritu de Jesús calma las heridas y siembra esperanzas.
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